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n palacio construido en Otra Parte
celebra brindando, sobre lujosos manteles, el octavo aniversario de la primera
princesa, primogénita de otro monarca más terrenal que aquel a quien sirvo yo.
La infanta vive en peligro por los celos que hierven las sangres de su misma
generación.
Una orquesta de dicharacheros juglares
se ensalza entre sabrosos arpegios de los laúdes y los consecuentes tintilineos
de una sutil milicia de cascabeles. Como un cristal afinado sonaron los huecos
bronces cilíndricos, siguiendo el rimbombante compás de la música para que no
se les escaparan las notas. Urgentes campanilleos buscan entrar en la
sustancial estructura de la melodía. Y aquí se aclara un detalle más: en otros
orbes se intenta lo contrario que busco yo, pues, si lo examinamos con la
cabalidad medida, todos los ámbitos de la vida parecen ser una tonta imitación
de esta vil arquitectura que (de paso lo apuntaré) cada segundo engulle un poco
las existencias. Y cuidado al sentirse a salvo quienes aún no haya puesto pie
aquí, puesto que de los entendimientos capaces sobresale una acertada sospecha:
todo el mundo está sentenciado a correr por aquí durante al menos una noche. En
cuanto a la nublada música que nos llega, únicamente la audimos porque sus
coros tienen la fama de ir y venir brincando entre una dimensión y la otra. El
castillo de la cumpleañera levanta sus puentes y despliega las sedosas cortinas
de sus alcobas. Esos cimientos quedan entre dos países socializados, pero la
música se instala en los cielos del laberinto como si fuera el murmullo de un
viejo eco que se siguió arrastrando por las atmósferas del planeta. Las notas
son tan melosas como el aflautado canto que (en un atardecer) quiso perturbar
la sensatez de un capitán corpulento, que inteligentemente bloqueó su instinto
masculino bajo el velamen. Cuando mi camino coincide con esta sonata o con
cualquiera otra, rezo para que mi raciocinio se encierre en una esfera de
plomo, y que aquellas voces reboten en su convexa armadura.
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