viernes, 20 de febrero de 2015

Capítulo V: Singularidades





















Alguna vez, en algún rincón cuadrangular, mis recuerdos me pasearon por las numerosas teorías improbables de los aritméticos eruditos que tienen nombres popularísimos en los ambientes más elitistas de la comarca que tal vez no volveré a presenciar. Entre un gran número de imposibilidades, recordé la ciencia de un imaginativo, estudioso de la bóveda celeste y de las estrellas que se lucen más allá de la luna. No quise reflexionar demasiado sobre aquella insulsa extrañeza, que más me pareció haber sido creada para especular con la admiración de la plebe que -ante la importancia de algún renombre-, busca permanentemente identificativos analíticos para entretener a sus alivianados ingenios.
Descarté la teoría aquella tras pocas líneas de análisis. Sin embargo la evidente refutación que se detectaba -igual que se detecta una cacofonía pero que nadie se animó a remarcar-, la dejó orbitando alrededor de mis ya enloquecidos entendimientos, que Asterión me fue desgastando debido a nuestra costumbre de jugar a la persecución. Esta teoría provocó espejismos en aquella otra comarca que ningún vivo más que yo puede ver amanecer. Así, voluntariamente y deseando combatir con la fuerza a la petulancia de los grandiosos, imaginé universos cuyos tiempos corrían hacia el pasado. Imaginé que el final del día estaba en el amanecer. Plagié la conicidad enana de un florero estrellado, recomponiéndose a medida que nuestros relojes solares explayaban su sombra triangular sobre los lustros de los minutos. ¡Y basta ya de ejemplificar mis suposiciones! Ya que nadie que hasta aquí hubiera llegado necesitaría de un solo ejemplo más para dilucidar, con su propia inteligencia, esta repugnancia que les tengo a aquellos filósofos que, aprovechando el triunfo y la gloria, tratan que todos sus inventos y sus retorcidos argumentos (que buscan compensar la falta de creatividades auténticas), alcancen el reconocimiento de toda una generación; e incluso de una civilización entera.
Deduje también que en ese universo de momentos antípodas, la manzana reveladora caería hacia arriba. Ahora quizá me alegre (quizá me aflija) el saber que la mente de los generales utilice, como defensa para sus integridades creaciones tan fáciles que me resultan absurdas. Sí me alegra, porque en unos segundos conseguí abstraerme de mi calabozo sin necesidad de otro instrumento que no sean los mares encrespados de mi propia psicología. Quiere decir que ya estoy empezando a prescindir de mis viejas distracciones (que yo creía indispensables), y en cambio me he acostumbrado a completar mis soledades con el milenario vicio del pensamiento, todavía más antiguo que estos erosionados murallones. Pero por otro lado me he quedado un poco sorprendido, pues para un magno líder es difícilmente asumible que a pesar de tantas pruebas presentadas al Augusto, tantos triunfos que destacaron mi valentía y evidenciaron mi talento guerrero, uno que en otra era ha sido el dirigente de los miles y miles de servidores que han seguido al Soberano, tenga que conformarse ahora con el delirio o la inferencia para cultivar sus horas de sobreviviente y conseguir temporalmente la conservación. Otra cuestión que ocupa los cauces por donde mis ideas circulan, después de descubrir lo absurdo de esa fantasiosa historieta, es que al compararla con las primeras que he tenido al venir aquí, se podría completar en una pregunta: ¿Cómo es que yo -Appolodro Tercero Theoffelia-, relato ahora para mis inferiores e iguales con la misma afinación en el alma con que le hablaría a mi Venerable? Mis conjeturas han ido deslizándose por una vertiente que nace en lo normal y se acaba en lo enfermizo. Y esto no es algo que deba enaltecerme, pues intuyo que, cuanto más excéntrico quedare acabado un suponer, más debe adueñarse de la verdad individual, que aleja nuestras almas del control y de la igualdad. Pese a todo, arriesgándome por enésima vez a la tramposa degeneración voluntaria, si las leyes que gobiernan el paso del tiempo y a las fieles intenciones de la gravedad le respondieran a un Dios en rebeldía y desenvolvieran sus acciones lógicas retrocediendo: ¿Entonces qué sería de Asterión y de mí? Pensé que si nosotros, los que asistimos a ese Solemne, solamente somos una gran sumatoria de reacciones afectivas e intelectuales, entonces en este universo de singularidades (donde la las leyes de la materia son inverosímiles) también lo serían nuestras reacciones ante las observaciones del mundo natural, cotidiano y físico. Así, similar al flujo y el reflujo de los movimientos, serían inversas nuestras conclusiones. Y así también nuestros comportamientos.
Fui tan feliz al considerar este Universo momentáneo que pude haber fallecido a manos de la Bestia y aún mi cara seguiría expresando la apatía, que por primera vez sentí hacia la existencia mortal, pues había yo descubierto un mundo que va más allá de todas las Tierras y todos los calabozos semejantes al encierro donde peleamos día tras día Asterión y yo.
Por un segundo piensen todos los que puedan leerme (si es que acaso alguna vez mis proclamaciones cruzan los límites de este encierro) que existe un planeta donde las cualidades e intenciones son el opuesto de nuestras virtudes y defectos inherentes. Si ahora me encontrara con el Monstruo y su encandilado mirar me ofreciera retroceder: en este mundo de demoradas paredes mi Demonio en lugar de embestirme me sugeriría escapar. En la Gran Mansión donde rumiamos la existencia mi adversario y yo, el Adefesio siempre ha encontrado motivos para perseguirme, para matarme, hostigando con su cornada mis paces y mis esperanzas. Pero en esta fantasía, mi Bestia es benévola y misericordiosa. Me imaginé irrumpiendo en los espacios inamovibles de alguna galería y Asterión me increpaba desde la distancia y corría hacia mí, ya no para descuartizarme, sino para guiarme al pasadizo que acaba alumbrado por los restos inevitables de iluminaciones artificiales, propias del hombre y de los instintos carentes de criminalidad. Y yo en lugar de huir, en lugar de temer los sanguinarios azares que enfrentaban mi cuerpo a sus cabezazos y a sus tremebundas mordidas, me acomodaría en cualquier patiecito y esperaría el acercamiento de Asterión para conversar imaginariamente, pues a pesar de que el idioma es inconciliable con la vulgaridad animal, en este mitológico Universo que había sido engendrado en la Madre Locura por el Padre Vicios, nuestras intenciones habrían sido el opuesto de nuestros deseos omnipresentes. 
Y si acaso es cierto que soy inmortal, viviría para ver empequeñecerse a la casa: hora tras hora las filas de piedra se reducirían, y los muros serían cada día más petizos, hasta que al fin cacofónico los infinitos estorbos de las paredes se convertirían en infinitas salidas al ras del suelo.




dnld









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