Más que Asterión, a la hora de extirparle libertades
a semejantes misterios, lo que me hace fracasar es el pánico de vérmelas con él
y tener entonces que sacrificar alguna que otra comodidad (de esas que tengo)
al ir errante y despreocupado por las larguras de estos galpones. Varias veces
dejo a mitad del tramo cualquier camino emprendido, y otras que son en cantidad
superiores, doy por sentado que la Bestia me estará esperando a los pocos pasos
de la entrada o a los pocos de la salida.
A pesar de los ataques nocturnos y septentrionales,
yo sé que en lo profundo él necesita sentir que mi espíritu rebose en la
plenitud, pues su alimento han de ser las cosas divinas. ¿Sino cómo es que yo -un
luchador que ha padecido las pestes más rigurosas-, voy sufriendo el desgarro
de mis entrañas y él -Asterión, el Destructivo- amén de nuestra inanición se
sostiene tan erguida y decentemente? Costaría esfuerzo para cualquier
observante decir que nos estamos distribuyendo la misma ergástula, siendo el
uno emblema de los hombres, siendo el otro moraleja de los demonios. Además “el
suponer” que se nutre de las distintas áureas mortales, es el único argumento
que yo detecto para interpretar por qué será que calcula el poder de sus
impactos y de la reacción de mis sangres. Pues pareciera que todo este jugar a
la batalla, todas mis sanaciones, y todas las victorias que me llevaré de
recuerdo (si es que alguna vez hallo el corredor que me conduzca a la
liberación) han sido planeadas no por mí, no por Dios, no por el Azar... Sino
por mi Matador: el Agresivo. Por eso mismo yo -el Segundo Héroe, no vayamos a
olvidar que antes que todos mi Soberano es el primero-, considero poco probable
que mi supervivencia estuviera fundamentada en mi suerte o en mi voluntad o en
mi capacidad de combatir o de matar.
Supongamos que alguna vez encuentro esa sombra que
me rescata de la incandescencia solar amarilla. Entonces Asterión viene hasta
mí para ensangrentar los muros sin cuadros o el suelo cuantioso. Y pareciera
que no se fija si la sangre es Suya o es mía. Creo que la Bestia medita desde
antes todos nuestros encuentros y planea también su victoria y la puntada que
ha de hacerme su cornamenta. Así ya sabrá cuándo embestirme de nuevo o cuándo
buscarme, con el fin de protagonizar una contienda digna de su fortaleza.
Otro apadrinamiento benigno que le debo a mis
afortunados azares, es la naturaleza del laberinto: confusa pero a la vez
indulgente. Al igual que nuestra Mansión, en cada corredor se perpetúa una
virtud ambidiestra, que puede otorgar al visitante la redención o la desdicha.
Si este Diablo se esconde en las sombras trigonométricas de la hora del ocaso,
quien como el ladrón perseguido tropiece con mi Vigía, probablemente hallará la
muerte o, por lo menos, una infelicidad que le durará lo que dura el dolor del
apasionado topetazo. Pero si se le examina con atenta fe, cuando la Bestia se
ausenta, los suelos visitados son curativos. Mi metabolismo es privilegiado en
cuanto a su capacidad para sanarse. Atribuyo esta cualidad formidable a mi
suerte de elegir pasadizos correctos. En nuestros enfrentamientos he perdido
tres veces el volumen total de mi sangre sin que mi Ejecutor derrame un diezmo de
la suya.
Pero en general la mayoría de las contiendas han
sido imaginarias. El fantasioso poder que provoca esta alucinación viene del
Damnificante, mi Corruptor. O quizás, y para restarle culpa a Asterión, estos
espejismos que vienen y se marchan de las animadas rutas de mi conciencia, sean
el último tributo de un pequeño resquicio sobreviviente de la esquizofrenia que
logré extirpar de mis adentros para venir aquí, en busca de mi redención y de
Su degüello, a fin de empaparme con el Nonagésimo Noveno Nombre.
La Bestia se ha aprovechado de mis tantísimos
métodos razonables -de mi condición lógica por así decirlo-, y la ha sabido
utilizar como una segunda cornamenta que arremete en contra de mí. Aún hoy, que
las circunstancias me han puesto a salvo de mi Atacante, atravieso los pasillos
de mi privado laberinto (pues aquí sólo hay espacio para uno), sumido en
la paranoia. Por eso será que después de
las inmemorables embestidas, sanadas en inmemorables corredores, en todo sitio
me acompaña su fantasma y se me hace difícil el cautiverio, pues casi no puedo
descifrar cuál es el Asterión verdadero, o cuál el producto de mi
acostumbramiento a su dañina embestida.
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