jueves, 12 de febrero de 2015

Capítulo VIII: La naturaleza del Laberinto



Más que Asterión, a la hora de extirparle libertades a semejantes misterios, lo que me hace fracasar es el pánico de vérmelas con él y tener entonces que sacrificar alguna que otra comodidad (de esas que tengo) al ir errante y despreocupado por las larguras de estos galpones. Varias veces dejo a mitad del tramo cualquier camino emprendido, y otras que son en cantidad superiores, doy por sentado que la Bestia me estará esperando a los pocos pasos de la entrada o a los pocos de la salida.

A pesar de los ataques nocturnos y septentrionales, yo sé que en lo profundo él necesita sentir que mi espíritu rebose en la plenitud, pues su alimento han de ser las cosas divinas. ¿Sino cómo es que yo -un luchador que ha padecido las pestes más rigurosas-, voy sufriendo el desgarro de mis entrañas y él -Asterión, el Destructivo- amén de nuestra inanición se sostiene tan erguida y decentemente? Costaría esfuerzo para cualquier observante decir que nos estamos distribuyendo la misma ergástula, siendo el uno emblema de los hombres, siendo el otro moraleja de los demonios. Además “el suponer” que se nutre de las distintas áureas mortales, es el único argumento que yo detecto para interpretar por qué será que calcula el poder de sus impactos y de la reacción de mis sangres. Pues pareciera que todo este jugar a la batalla, todas mis sanaciones, y todas las victorias que me llevaré de recuerdo (si es que alguna vez hallo el corredor que me conduzca a la liberación) han sido planeadas no por mí, no por Dios, no por el Azar... Sino por mi Matador: el Agresivo. Por eso mismo yo -el Segundo Héroe, no vayamos a olvidar que antes que todos mi Soberano es el primero-, considero poco probable que mi supervivencia estuviera fundamentada en mi suerte o en mi voluntad o en mi capacidad de combatir o de matar.

Supongamos que alguna vez encuentro esa sombra que me rescata de la incandescencia solar amarilla. Entonces Asterión viene hasta mí para ensangrentar los muros sin cuadros o el suelo cuantioso. Y pareciera que no se fija si la sangre es Suya o es mía. Creo que la Bestia medita desde antes todos nuestros encuentros y planea también su victoria y la puntada que ha de hacerme su cornamenta. Así ya sabrá cuándo embestirme de nuevo o cuándo buscarme, con el fin de protagonizar una contienda digna de su fortaleza.

Otro apadrinamiento benigno que le debo a mis afortunados azares, es la naturaleza del laberinto: confusa pero a la vez indulgente. Al igual que nuestra Mansión, en cada corredor se perpetúa una virtud ambidiestra, que puede otorgar al visitante la redención o la desdicha. Si este Diablo se esconde en las sombras trigonométricas de la hora del ocaso, quien como el ladrón perseguido tropiece con mi Vigía, probablemente hallará la muerte o, por lo menos, una infelicidad que le durará lo que dura el dolor del apasionado topetazo. Pero si se le examina con atenta fe, cuando la Bestia se ausenta, los suelos visitados son curativos. Mi metabolismo es privilegiado en cuanto a su capacidad para sanarse. Atribuyo esta cualidad formidable a mi suerte de elegir pasadizos correctos. En nuestros enfrentamientos he perdido tres veces el volumen total de mi sangre sin que mi Ejecutor derrame un diezmo de la suya.

Pero en general la mayoría de las contiendas han sido imaginarias. El fantasioso poder que provoca esta alucinación viene del Damnificante, mi Corruptor. O quizás, y para restarle culpa a Asterión, estos espejismos que vienen y se marchan de las animadas rutas de mi conciencia, sean el último tributo de un pequeño resquicio sobreviviente de la esquizofrenia que logré extirpar de mis adentros para venir aquí, en busca de mi redención y de Su degüello, a fin de empaparme con el Nonagésimo Noveno Nombre.

La Bestia se ha aprovechado de mis tantísimos métodos razonables -de mi condición lógica por así decirlo-, y la ha sabido utilizar como una segunda cornamenta que arremete en contra de mí. Aún hoy, que las circunstancias me han puesto a salvo de mi Atacante, atravieso los pasillos de mi privado laberinto (pues aquí sólo hay espacio para uno), sumido en la  paranoia. Por eso será que después de las inmemorables embestidas, sanadas en inmemorables corredores, en todo sitio me acompaña su fantasma y se me hace difícil el cautiverio, pues casi no puedo descifrar cuál es el Asterión verdadero, o cuál el producto de mi acostumbramiento a su dañina embestida.







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