viernes, 20 de febrero de 2015

Capítulo I: Designios




 


A
demás de controlar el espacio, la Bestia maneja la percepción de quienes usurpan la quietud de esta milenaria arquitectura, a la que los inteligentes y los eruditos han bautizado con un nombre que pretende imitar las dimensiones de lo divino: "Laberintos".





Tras consumir largos años enriqueciendo la mente con las ciencias y las sabidurías de los semidioses y de los ángeles, uno acaba por preguntarse si la vida es azarosa o se extiende en complejos brazos de tiempo, preteritamente meditados desde la Eternidad. El director de estas tierras nunca deja conocer a sus tributarios los secretos de tal proceder o de tales magias. Pero en lo particular, creo que hasta en la coincidencia existe cierto orden, con el que nos vamos topando gracias a leyes todavía desconocidas (o quizás negadas) para el entendimiento mortal. De ser real un orden para cada hecho de la vida, tal consigna debió haber sido premeditada por el dueño de esta comarca. Conozco un poco sobre algunas teorías para que al fin se aclaren las lógicas de viejas magias, de viejos misticismos, relacionados con el poder espiritual de cada hombre: relacionados con el deseo de asemejarse a nuestro Redentor.

Todo entendimiento capaz de reconocer el nombre de Dios, deberá proferir primero las noventa y nueve partes conocidas del Malo. Hasta estos días corre un mito (de al menos ya veinte siglos) que promete en increíble prosa una esperanza para los hombres que codician la beatitud:

Quien tolere el martirio que involucra articular por noventa y nueve veces a la desgracia, habrá desarrollado sus facultades hasta el indiferenciable punto en que se confundan con las de nuestro Único Soberano.





Al mismo tiempo que la razón va evocando una por una las cualidades del mal, el alma se descorrompe. No todos los hombres nacieron preparados para servir al Magnánimo. Únicamente aquellos tan hábiles y de fuerte virtud, serán dignos de ser llamados devotos. Mi naturaleza es curiosa, mi origen incierto. Nunca he necesitado rendir cuentas por mis actos a ninguno; tampoco he nacido con la urgencia de honrar las carencias de mis antepasados. Desde que aprendí a mantenerme, mi independencia se solventó con trabajos que me fastidiaron muy pronto. Tanto el forjar espadas a la luz de la humillante fragua como fustigando a las cuadrúpedas bestias de los carruajes reales, los he tomado como si fueran ofensas que insultaban a mi intelecto. A la hora del arancel, pocas veces no me sentí explotado. Desde los castigadores cultivos hasta las refinadas fundiciones en la orfebrería: no hubo ninguna ocupación que desarrollase completamente mi entrega. Por supuesto, al principio cumplí con todos mis cometidos incentivado por una incipiente emoción. Durante la primera semana yo fui el más veloz eslabonando colgantinas de plata y oro. Tampoco en los fríos campos de la política anduve mucho. Y aunque en esa hipócrita profesión duré más años que en las demás, al poco ya me había cansado de los debates. Puesto que los cerebrales caminos que acaban en la razón se agotan muy pronto.

Tal vez por toda esa frustración fue que quise agitar la cotidianeidad de mi vida buscando lo inexplorado. El mundo tiene muchos Reyes, mas yo me decidí servirle al Único Monarca, ése que sostiene sobre sus desmedidos lomos las abstractas vigas de toda esta impresionante bóveda celeste, para ganarme así Su preferencia y también gozar de Su protección. Pues mi aldea se ha convertido en un poblado inseguro desde hace ya mucho tiempo. ¿Citaré también que un día mi fama conmovió hasta la misericordia al Único Rey? Aquella vez, por el ruego de la grey, nuestro Soberano perdonó del merecido escarmiento a mi alma. Pero puedo asegurar que aquello solamente me lo toleró por saber muy bien que todos nosotros vivimos condenados a un infierno en común, pero nuestros sentidos terrestres lo disimulan como esperanzador. También por sentir que le debía un servicio me vi un poco obligado a pagarle aquella gentileza. Pensé que mi Rey, tan querido por los miles de pobladores que se bambolean hacia aquí y hacia allá en este mundo de razas heterogéneas, era merecedor de que al menos alguno de sus feligreses sacrificara su insignificancia, con el rebuscado fin de convertirse en un portador de las revelaciones que santifican a los espíritus, o en pos de dar con algún sumo conocimiento que engendrase cierta doctrina conciliadora, para que al fin se unifiquen todas las comarcas, todas las dinastías, que navegaron alguna vez por las heroicas rutas atemporales y que compusieron el total de las edades históricas de nuestros ciclos terrícolas.
 
Así fue que quise arriesgarme a culminar la empresa más peligrosa que nuestra Majestad nos había sugerido (o quizás, endosado) examinar a los comarquinos de estos endiablados territorios, y que se ha quedado pendiente entre las labores humanas, más o menos durante dos mil años. Sin oponerme ni saltearlos, me fui enfrentando a todos y cada uno de los dolores reconocidos por el Planeta. Sufrimientos que se dilataron entre los dos equinoccios, derrocaron súbitamente a mis bienestares y me persiguieron a todas las ciudades por nueve misteriosos años, sembrando en mi corazón el resentimiento y la infelicidad. Luego, donde estuviera, la soledad sería un buen partidario mío.

Pero aún entonces no enloquecí. Pude nombrar la esquizofrenia, la lujuria y la envidia; dolores y patologías intentaron sin éxito desaparecerme. Decenas de venenosas plagas y putrefacciones contaminaron a mi alma sin que yo estuviera preparado para la sanación. Todos han sido excelentes adversarios; su fantasmal corazón, digno de mis mejores espadas. Pero ninguno ha sobrevivido a mi tenacidad o soberbia. Me familiaricé con toda la enfermedad para asumirla y, luego de proferir sus variantes nombres, eliminarla.

Pero aún no he logrado matar al último enemigo que precede a la conquista de mi misión. Me ha traído hasta aquí el asombroso mito, templado en la antigua leyenda que cinco sabios nos revelaron:

Quien presencie su muerte podrá leer en las estrellas el Nonagésimo Noveno Nombre, Sustantivo indispensable para merecer el primer nombre del Bien, que encierra el mismo poder del Monarca Primero.



2 comentarios:

  1. La casa de Asterión fue el primer cuento que me leiste de Borges.

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    1. Hola Mi querida extraña desconocida! No acostumbro responder mensajes de personas que no sé su nombre, pero el tuyo me parece .... irresistible!
      Quizás si la memoria no me falla fue en la calle Bermudes, en el atico de una iglesia?

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