miércoles, 4 de febrero de 2015

Capítulo XX: De Mí











D
istinto a mi padre, no me puse de pie al nacer. Y pasó tiempo hasta que conseguí enajenarme del piso donde los centinelas me abandonaron. Como con el exterior, con ellos tuve tratos un solo día. Pero en nadie noté siquiera una arruga. Nacemos muy legañosos. Tras un año de paralíticos despertares gateé hasta mi primer yuyo. Nunca supe quien fue la encargada de amamantarme. De seguro no una mujer. Hasta la escápula soy un hombre, mas tengo fiera boca y cerebro. Mis pícaros mordisqueos le hubieran irritado la piel del busto. Así que encerraron conmigo a una de las tantas fulanas junto a las que durmió papá. Pero pronto conocí los ardores de la pubertad. Y cuando quise acordarme me encapriché con la idea de celebrar un banquete. La asesiné sin fijarme, aunque con todo respeto. El pecado jamás firmó en el listado de mis vergüenzas. Para averiguar lo que significaba el deleite le devoré las tripas como si fuesen una larguirucha pasta cocida en sangre. Desde aquel almuerzo los incontables siglos secaron mares; pero en memoria de sus servicios planté un altar con la calceosa armadura. Mi cortés homenaje pronto cultivó frutos: la media res fertilizó el campo; gracias al abono nacieron las únicas flores que conocí. Hoy la osamenta adorna algunos codos del suelo arisco. Debería distribuirla por diferentes salones, así me sería más fácil recordar los lugares por donde anduve. Pero me gusta que el esqueleto conserve intacta su imagen; al fin y al cabo fue aquella confiada quien alivió la preocupación de una reina. De todo aquello, lo más curioso fueron los ikebanas. Por suerte las manos me las heredó mamá. Ya no me quedan uñas, pues con los dientes las fui royendo como a los pechos del esqueleto.

A veces soy frecuentado por las tormentas y las garúas. La brisa también formaliza visitas, pero se va enseguida. Aunque en excepcionales secuencias me deja rosetas de paja y polvo en recuerdo de su hospedaje. Como si fueran yo, al ingresar recorren algunos pasillos de casa hasta que hallan su rincón favorito para quedarse yertas. Allí existen durante años. A veces voy caminando y las saludo con un resoplo, pues me parece reconocerlas.


II


C
omo aquellas configuraciones esferoides, unas pocas noticias me llegaron alguna tarde. Pues durante mi eterna estadía aquí, pasaron cosas magníficas en la Tierra. Ni siquiera este aislado confín es suficiente rival para lo populoso. Según lo extraordinario del comentillo, alguna primicia fue lo suficientemente irrespetuosa como para brincar a las medianeras de allí hasta acá.

Fue de esa forma que supe de una flor nacida en verano. Su perfume desmaterializó a una provincia entera. Los niños captaron su hedor igual que al dictado de los maestros. Y casi ni se turbaron cuando se les despellejaron los deditos. Hubo muchos que continuaron tomando apuntes, mientras sus cuerpecitos se resentían. La terquedad de algunas culturas tal vez pueda ser muy útil, pero a veces hasta repugna. Y luego de muchos meses, al fin un día soñé con ellos. Aquella monstruosidad me supo parecida a ésta. Y los sentí mi familia. Cuando me enteré de ese mito, hubiera querido que mis padres me enviaran a esas escuelas, en vez de meterme pupilo aquí. Pues aunque los que viven afuera me utilizaron para sus fábulas, sé que no soy muy bello para los hombres. Pero también de las aulas que se quemaron en Deigo hubiera sido expulsado. Después me daría cuenta que habría pagado con el error estudiarme la geografía. Ya que con sus presumidos detalles, las multitudinarias memorias del laberinto tacharían de mi conciencia las pruebas de que otros lugares existen. Quizá hayan elegido bien al guardarme en este apartado. Pero a pesar de mi ignorancia le puse un apodo a cada granito de arena. Conozco estos suelos mejor que ningún otro explorador. Ni siquiera los niños igualan la consumada curiosidad que siento por mi Universo. A cada mujer que pasó por aquí le concedí citas. Y amé el trino de todo pájaro que mientras volando al paso cantó sobre la angostura de estos cielos cuadrangulares.

El pelo de mis pestañas jamás se toca. Nada más de un soplido puedo borrar los pasos que fabricaron mi historia. Yo soy el amo de esta comarca. Noto lo desapercibido. Me alimento enumerando los detalles implícitos en las consonantes de mi nombre. Y aunque la mitad de mi sangre sea de tinte azul, tampoco tengo apellido. Mis pasos se encargan de pulverizar a los cráneos desparramados. Sobre el piso se quedan después del duelo, aunque varias semanas se superpondrán hasta que sean sólo de hueso. También sufro por mis vergüenzas. No olviden que tengo mi parte humana. Tanto la excelencia moral como también la ética estarán mientras viva lejos de mi alcance, pues mi alma ya desde antes es bruta. Conozco a uno que ya está muerto cuyo intelecto me superó. Incluido mi nombre, toda mi vida perteneció a su inigualable obra. Quizás mi casa sea más extensa que la suya, quizás en un perdido futuro alguien quisiera analizar mi refugio con la misma paciencia que los literatos pusieron leyendo al de aquél. Pero el remordimiento siempre masticará mis órganos, pues en este gélido hogar nunca se inventó nada, salvo la descendencia de ése con el que algunas veces me encuentro yo. Pensándolo mejor, tampoco fue mi inventor quien me bautizó, mi identidad se apuntaló por primera vez en un tomo segundo de escrituras griegas: la creatividad de mi publicista sólo consistió en recordarlo. Pero sin buscar imitarle pude haber superado su arte. Lástima que el desierto me enseñara las cosas equivocadas.

Aunque me abran las puertas no me iré corriendo de aquí. Me aburre todo lo de allí afuera; los que me gritan, los que se quejan… las hermosas histéricas que alguna vez caminaron delante mío. Aunque mi sed y los soles consecutivos desintegraron a mi machismo, esta noche de nubes nadie brincará los muros de este rarísimo fortín. Porque aunque los hombres jamás se cansan de perseguirme, los hachazos de quienes quise curtieron a mis instintos para realizar un trabajo mucho mejor, pues si acaso no les tuviera rencores no podría asesinarlos sin sentir misericordia.

Lamentablemente, en brevísimo deberé cambiar de morada. Campanarios diferentes al silencio sonarán en esa Otra Aldea. Lo mismo dará que cruce la entrada o me vaya por la salida; estaré fuera muy pronto. Jamás pisaré otra vez las baldosas del patio que me observó evolucionar hasta que troté. ¿Para qué quiero una casa menos profunda? De todos modos, el sol y la luna se infiltran impíamente en ambos terrenos. Pero los rayos encuentran una compleja oposición en el otro mundo, pues en las aldeas existen muchas ventanas, mientras que aquí nunca se fabricaron vidrios. 





O
tra puntualidad que me ocupa es saber si voy demasiado pronto para hablarles de agujas. Puesto que la mítica línea del tiempo mío aún no se chocó con la ciencia. En esta época nada más que los brujos tienen permiso para curar. De todas maneras, respecto a mi súbita mudanza, no sé si quiero que sea ahora. Los infinitos cautiverios tuvieron una ventaja: jamás me topé con la tragedia del desamor. En cambio siento curiosidad por el sexo. Sé que allí fuera existen dos razas con las que a lo mejor me pudiera regenerar. Ambas son nómadas; aunque enfrentadas ninguna pensaría que se está viendo sobre un espejo. También las dos son la mitad de mi genética. Pero a nadie de ellos creo con el valor suficiente como para imitar a mi madre. Así que sufriré la condena de esta exclusividad. En todo caso sembraría mi procedencia en las dos, ya tuviesen producidos peinados o fueran cornudas. Pero jamás sabré qué significa estar enamorado. ¿Madre lo estuvo al mirar las nobles pupilas de mi papá? Y gozaré la ventaja de no estudiar fechas, los números se los obsequio a los que se jactan de intelectuales; por esto nunca agasajaré con anillos ni rosas a ninguna tras cumplirse un año de nuestra boda. Me repugna el rito de los compromisos. Será porque no doy con un traje para mi talla. O por mi imperfecto oído, que al escuchar las trompetas ceremoniosas me crece el pánico, pues interpreto que alguien con capa roja viene a por mí vestido de carnaval. A pesar de estas disconformidades con su cultura, con alguna cosa de ellos se debió haber contagiado mi espíritu. Pues la ciudad fue mi casa durante mis primeros instantes. Pero yo estaba ciego para poder vislumbrar los suntuosos candelabros que facilitaron mi cuerpo al mundo. Tampoco me quedaron memorias de la majestuosa parturienta, o de los rostros que festejaban a otro príncipe viniendo al mundo. Aquélla no ha sido la única vez que mami dio a luz. La diferencia fue que los otros fetos nacieron sin pelos en el mentón. Pues si -además de mi padre- la reina curtió con otros feroces, lo hizo a escondidas y nada más por sentir placer. Mas no para engendrar un hermano a quien poder envidiar. Hubiera sido fantástico. Otro más habría ocupado la casa donde hoy estoy. Y aunque no hubo quien sobresalga tanto como yo pude hacerlo al nacer, mis demás medio hermanos aspiraron al trono, pero sólo los que nacieron en el palacio. Aquellos nacidos en campo abierto se destinaron a otras faenas menos políticas pero mucho más necesarias. Y en cuanto a mí pocos segundos viví cuando me dejaron en esta Guardería que administraban los cuatro vientos desérticos. Seguro estuve más de dos veces en cada rincón de este mundo. Todo está por dos veces, como si fuera el repercutir de un eco. Me extraña que jamás haya visto el nombre de una sola calle, o que no se hayan bautizado los arroyos de sangre que -a partir del duelo- fluyen por unos días.

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