viernes, 6 de febrero de 2015

Capítulo XV: La línea sobre la piedra








E
n momentos como este yo ya no sé si estoy luchando contra la Bestia en una lid sin sonidos aunque infernal; o si es que estoy solo y haberme habituado al caos me hace estar deseando las embestidas del Animal.

Algunos días, Asterión se despierta conmigo después de haber desgastado toda la noche en perdidas batallas, elaboradas de tanto en tanto por la Ley de la Casualidad. Aunque debiera admitir que al principio también la Ley de la Hombría me obligaba a buscarlo, para así recrearme chapoteando sobre mi sangre o tal vez en la sangre del Asesino.

En el momento de mis primeras respiraciones (menos sedentarias pero mucho más especuladoras que las oníricas), me lamenta por un rato el no haber despertado en la tupida atmósfera nocturna para darle muerte con una traicionera estacada heroica. Pero  únicamente sería heroica para los de mi especie, para los otros Astéridas yo sería un aparecido loco, que debiera ser sentenciado a millones de violentas venganzas atropelladoras. Pero aún sabiendo que este Demonio es el responsable de todos mis dolores y el cobrador absoluto de mis deudas kármicas, me siento un poco culpable pensando que lo traiciono. Ignoro cual será la lógica de mi piedad. A la misericordia quizás me tiente soñar que este ininflamable Lucifer también estuviese encargado de hacer milagros. Sin embargo esto sería nada más que por la conflictiva razón de entorpecer los raciocinios humanos. Así que enseguida me aburro de sentir lástima. Y vivo esperando a que una electricidad justiciera se precipite desde los altos y elija como una victimaria guía al centro de la Tierra la cornamenta veteada de brillo marmolado, que reverbera en todos los crepúsculos con el causal y último haz de luz anaranjada. Y yo al fin tendré libre paso (de tener una existencia inmortal) para que mis días investiguen todos los pasadizos del mundo, para que tenga una posibilidad de ganar así el seco sorteo de mi especulada libertad.

En el mundo de los inconfesados me recibirán como un bendecido redentor que habrá derrotado a la Bestia por pura decisión del Universo, que combinó las impredecibles voluntades de los elementos para que el sacrificio tuviera hora.


II



Mirando un murallón de cal, descifré ermitaños símbolos grabados a navajazos por otras víctimas de la Bestia. Deduje que los espíritus que por aquí deambulan, gracias a las masacres, escribieron mensajes en aquel muro. Como los abecedarios del párkinson, como la esforzada caligrafía de los muy viejos (que pasa un minuto y aún no tienen su nombre escrito), como las líneas de los obsesivos autores -apurados por sus vacías rutinas-, que pasado un minuto ya no descifran lo que escribieron: así están acuchillados los tercos muros de mis encierros. Esas palabras también como las montañas ocultan alguna magia. Pues creí que iba a descifrar viejo, pero el rematador jo cambió repentinamente su cortesano bastón para convertirse en una tembleque zeta.

Descifré ermitaños símbolos que otras víctimas garabatearon. Vi de tres en tres los días que algún peleador perdido tachó con su cuchilla criminal, supongo que no para llevar cuenta de las rutinas, más bien para que sus pensares aún mantuvieran un poco el hábito de la ejercitación. O quizás para sentir que todavía en las encrucijadas más villanas una mente necesita de la distracción o de la creatividad para evitar la suerte de la insanía.

Entonces yo también raspé en aquel muro de enmohecido color oro los tres nombres que durante casi 29 años montaron la posibilidad de que otros vivientes me buscaran o me humillaran o que me honraran: Appolodro Tercero Theoffelia. Y ahí fue que entendí el porqué de la voluntad de Dios al crear el laberinto y tal abominación: La mente de nuestro creador tiene una función ambidiestra.
                    
Imaginé qué habría movido a los inteligentes a inventar el alfabeto y a la escritura. ¿Acaso la necesidad de comunicarnos a través de los siglos haya sido una causa para desarrollar este arte genial? ¿Acaso la necesidad de fosilizar el desarrollo de nuestros pensamientos sobre un papel o sobre una piedra ha despertado el impulso de crear el causal arte de la escritura? Pues hasta ese momento revelador yo pocas veces me había hecho la profunda pregunta, y en dos o tres ocasiones he tenido una respuesta. Pero observando mis letras sin proferir pensamientos, descubrí entonces la verdadera razón por la que yo disponía de 7 alfabetos humanos en el secreto volumen de mi consciencia.

Para que mis intuiciones cobrasen veracidad, ubiqué mentalmente a un hombre sobre la faz terrestre, cuando todavía no se había inventado el primer grafema, pero sí existía el arte de la oralidad. Entonces, en la quietud de este ajenísimo territorio, a la espera de la conocida cornada y la crucificante embestida, agregué vida a la imaginación de aquel analfabeto. Lo vi pensante, inquisidor... deseante. En sus cuestionamientos indagó la existencia divina. Creyó que el mundo no existiría sin alguien que lo admirara. Recordó todos los aciertos y todas las desventajas que podrían haber cabido en la memoria desde el ocaso al primer rayo de luz que buscaba la vida desprendiéndose del horizonte. Revisó todos sus conocimientos para no sentir que el tiempo podría hacerle tediosa la empresa de sobrevivir. Y al culminar el recuento se sintió sin vida. Una depresión que lo aprehendía abarcó de extremo a extremo los lindes de su interioridad. Y luego todo fue quietud. Entonces una seductora impresión activó espontáneamente su pensar en otro sentido: El sentido de la creación. De inmediato vislumbró en su Esencia la obra que compensaría su vacío insoportable. Una a una se construyeron en imaginarias tintas los neófitos símbolos que honrarían a su sed de descubrimiento. Un don desconocido lo inspiraba a la invención de un revolucionario sistema de comunicación. No era que este Talento iba creando las letras, era que el Talento se ratificaba en cada signo modificable, moldeable. Cuando un talento no halla fin, ese talento intenta por sí solo las creaciones y los descubrimientos... O por fin se muere.

Entonces, de poseer cabalidad esta conjetura, mi Soberano ha de ser un ente que, como si fuera la Bestia, asila en Su seno universal cualidades que aún Él desconoce. Intuyo que tan divinas artes requerirán de próximas Bestias y repetidos laberintos como este, para que la consciencia de mi Amo se quede en paz. Hasta hoy no he conocido una morada o una invención tan compleja como el sitio en donde la tragedia me brinda hospedaje hoy. Ahora entiendo que de ser la Tierra la mente de Dios, le debemos al desarrollo involuntario de Sus capacidades la existencia de geniales arquitecturas como el laberinto que cautiva a la Bestia y (ahora) también a mí.



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