miércoles, 4 de febrero de 2015

Capítulo Final






E
n las claridades más abatidas, doy por sentado que la mayoría de

los caminos no me conducirán a ninguna salud mejor. Hasta me siento culpable cuando me animo a fisgonear las arenosas y soleadas ramas de este galpón iluminado. Ahora, tras una insuperable vida escapando de un último y retrasado duelo que decidirá el destino de ambos, aguarda impaciente mi aparición, lo mismo que yo esperé la suya, invisible y a veces pávido en un rincón del laberinto cuando aún no encontraba las armas que le pudieran dar mortandad. Pero tras veintinueve años de desvividas contiendas, el Tiempo y la Inteligencia me han ido enseñando a tolerar (a comprender y a consentir), trucos de batalla creados en la audacia de un enemigo infinitamente más poderoso que yo. Las numerosas derrotas sufridas a manos del Acechante lograron habituar mis instintos o mis intenciones al pánico; entonces ya no visito los recorridos que común y probablemente acaban en el encierro: examino una y otra vez las callejuelas de mi edificio y sólo fatigo aquéllas que me inspiran una gran corazonada de libertad. Siendo generoso cuando opino sobre mi suerte, diría que de una decena de corredores sólo es seguro que me arriesgue en uno. De ser posible que el azar bendiga todas mis elecciones con el acierto, si alguna vez lograra yo salir de esta ciega prisión, entonces nueve de cada diez galerías me causarían el desprecio. Y me seguirían siendo desconocidas. Y ya sea por mi cobardía, atribuida al temor que la Bestia me inspira, o ya a la soberbia intuitiva, atribuida a tanto conocimiento relevante (adquirido hace tiempo por la necesidad de provocar los milagros que sanarían a los maltrechos), yo andaría entre los insensatos y entre los cuerdos reconociendo a las populosas calles, maldiciendo por haberme desperdiciado en tantas elecciones victoriosas y omitido la oportunidad de conocer en su absoluta profundidad este magnífico mundo conformado por galerías que se enmarañan unas con otras. Aunque por esta vaticinada infidelidad, en mis adentros ha nacido una presunción que consuela el amor que yo les tengo a estos insensibles murallones, que de paso quedará bien que diga: fue creciendo día a día, embestida tras embestida... derramamiento tras derramamiento. Y creo que se quedarán ajusticiados mis desdenes con próximos sufrimientos:

Mi casual desprecio por ese mundo exterior, que habitan tanto diversos como corruptos, me hace saber prematuramente que en medio de los seres pensantes me estará esperando otra prisión, mucho más cautivadora que ésta, pero también más ruin. Pues aquí dentro yo de verdad estoy esperando durante semanas, a toda hora, la puntada que no me asombra más. Y la muerte no me será sorpresiva. Pero en la tierra de las vanidades ningún actuar podrá ser absolutamente previsible. Y si ellos quisieran podrían tramar los planes de mi desaparición o de mi tortura. Y yo participaría en un juego que se educa en los entendimientos más traicioneros.

Percibo todo esto, al igual que intuyo cuáles serán los próceres pasadizos de mi liberación. Pero con cierto sabor fingido paladeo la idea que tengo sobre mí mismo. Mi fama es de ser un eterno. Pero el fundamento más posible que confirma mi mortalidad es que, conociendo su pedantería, no me creo que nuestro Soberano haya permitido en la comarca una existencia que siempre pudiera dar con el pasadizo correcto, cuando a la hora de elegir se debaten entre diez corredores similares y desconocidos. Además sólo pueden verse de ellos las primeras profundidades; el resto del camino está vedado a los ojos por la propia naturaleza de los laberintos: en cualquier caso, el secreto.

Para añadir una dificultad más a esta tesis de los casos afortunados a la hora de decidir una salida en los laberintos, no olvidaré que los pasadizos que puedan conducir a la liberación (por lo menos a la mía), tienen la arquitectura de un largo considerable, pero también son acabables, finitos. Y una vez que se recorren sus dimensiones, el caminante se encontrará de nuevo frente a la necesidad de elegir uno entre diez. Y aunque la decisión inicial fuera certera, cabal, mesurada, es improbable que la suerte atine siempre con un camino salvador. 




Para todos aquellos que alguna vez se aprisionaran voluntariamente en un laberinto como éste, me gustaría corregir todo este drama con un consuelo reservado que casi durante 3 décadas me sostuvo dando vueltas en estos patios sin volverme demasiado loco. Incluso estoy hablando de su creador, pero amén de que los antiguos genios y eruditos que han estudiado hondamente esta ingeniosa guarida de las almas que prefieren la soledad antes que la fama, hayan afirmado que los corredores y las perpetuas paredes y todas las partes de esta obra gigantesca implican al infinito, yo (tal vez por que me siento propietario momentáneo, pues no me olvido de que el Oculto es el amo, y yo simplemente un usurpador azaroso) yo –decía-, daré total fe que el número de corredores y rincones y ángulos de esta mansión es cuantioso... pero también se acaba. Este presidio sólo es un infinito si su habitante confunde los recorridos ya andados con los rumbos que aún permanecen incluidos en el descuido; o también la enormidad de este Universo puede incluirse en el desdén de aquellos que le atribuyen cualidades divinas a su intuición, pero que en realidad pecan de normales sintiendo que su particular desgracia es único caso en el Universo. ¿Añadiré que mi soledad no es un producto de mi deseo? Más bien diré, sin faltarle el respeto que le debo, sin olvidarme de las tantas veces que me perdonó la vida, que mi soledad ha sido siempre una forma de pagarle al Primer Líder aquélla gentileza milagrosa que me ha concedido hace ya mucho tiempo. Creo que coinciden las eras: Su favor y mi soledad. ¡Y muerte a aquél que confunda el nombre de nuestro Redentor con el de la Bestia! Pues a través del exclusivo fin de aclarar con mis entendimientos esa indistinguible línea que divide a uno del otro, mi Amo y Señor me ha enclaustrado aquí dentro. Pero también diré algo a favor de mi contrincante:

Inmerso en la locura pude haberme imaginado amenazas de una entidad que, igual a mí, añoraba la peligrosa libertad que circunda las murallas de este fantástico universo de piedra. Si mi Detractor buscaba salir de este inmenso cautiverio, los dos debimos de ser al mismo tiempo que involuntarios prisioneros, guardianes de otro corazón. Pues un solo cometido le ha obligado nuestro Creador: la extinción de toda miseria humana que se atreviera a cruzar la entrada de esta milagrosa residencia, intentando el gobierno de la magnánima mansión que es nuestro encierro. Por eso doy fe, si algún día me tocara ser testigo en el juicio que le espera, de su lealtad a la Responsabilidad.

La Bestia murió poco antes que yo cumpliera mis veintinueve años. El recuento de batallas y cicatrices me dio un número menor a infinito. Asumo que de tantos enfrentamientos me he guardado el recuerdo de pocas victorias. Pero finalmente he derrotado al intruso que merodeaba los inagotables corredores de mi Mansión. ¡¿Qué se creerán los que fallecen para desafiar a la verdad con sus silogismos alfeñiques?! A lo largo de veintinueve mágicos años, dilatados por soledades y heridas espirituales que luego se extrapolaron en mis tejidos, ahora tengo el respeto que me debía mi último enemigo, usurpador de mis soledades, responsable de todas mis fobias. Yo, Asterión, -soberano del mundo que me encomendó la Causa y el Efecto- puedo decir ahora que ya soy libre de oposiciones a mi felicidad: Atisbar los pasadizos de esta morada, intentando descifrar el misterio y la sabiduría que se ha ido impregnando en los tapiales de mi gran reino, a lo largo de mis ilimitados ayeres. Entonces nadie después de mí volverá a ser víctima de la traicionera Desgracia, entre los muros de esta fantástica estructura que simula llamarse "vida", pero que en cambio es una prisión: “Laberintos”.











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