C
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ada cierto número de días amanezco alejado de todo
camino. Como para recordar que todavía no he muerto, parecido a un momificado,
observo a mis alrededores esperando atisbar cualquier galería. Cualquier
tentativa para moverme es censurada por la evidencia: no existe más que el
cielo y que yo. El hábitat en el que me muevo es intrínseco pero no
sobreviviría de no existir la tendencia a la dinámica. Por momentos
acometiendo, casualmente escapando... a veces temiendo: nunca me han faltado
dos pasillos similares para que mis intenciones de huída se debatan entre
elegir una pavimentación o una calle de tierra. Tardes completas pensé qué
camino era el mejor entre catorce. Como un fantasma entretuve a las insociables
galerías noches enteras. Corrí inviernos completos durmiendo únicamente la octava
parte de lo común. Pues el galope del Monstruo me alertaba de que la muerte
venía para llevarme: no consideraría mis descuidos ni mis necesidades
biológicas. Faltaban dos o tres galerías para el final (confieso, a veces
deseado), y yo elegiría comenzar otra vez mi escapada en lugar de quedar
tumbado en cualquier enlosada.
En cambio ahora ni avanzo ni me defiendo. No hay
ningún lugar que yo pudiera elegir para sufrir. El miedo al Demonio fue
reemplazado por el de la sed. Pues la ruta que el sol completa es larga e
inapelable. Tal vez la Naturaleza me perdone de cuando en cuando con algún
temporal. Pero será seguro que mayormente sufra de insolaciones. Una cruel
noticia me ha dado mi deducción: pareciera que la Bestia se ha convertido en
todo el ecosistema. Pues la furia de su cornada se manifiesta ahora en otra
furia que es para mí igual de dañina: la furia de la incertidumbre. Los caminos
aún siguen ahí, indistinguibles. Yo puedo imaginar paredones quebrándose en las
esquinas rectangulares; y entonces abandonar mi sitio jugando a que aún estoy
en el laberinto. Como cuando era un niño, puedo imaginarme que estoy en una
aventura y que me arrastro por las galerías enmudecidas, a esta altura ya
sufriendo la fiebre que me impuso el sol. Puedo irme corriendo y zigzagueando,
garabateando en el arenal intrincados rastros, extendiendo con inútiles recodos
imaginarios la dimensión de mi fuga.
Cada vez que despierto en un patio como este, yo
siento que mi sueño se ha cumplido, pues me hallo en un sitio absolutamente
desolado de cualquier pasillo: un patio cuya única largura implica la impresión
del mismo laberinto (el infinito), pero que está desprovisto de esas
arquitecturas que a mí y a mi Asterión tanto nos lamentan. Y en cuanto a mi
Demonio, él también está allí. El Engendro sólo se ha reemplazado por otro
Asterión, más indulgente pero también más ruin. Mis ojos lo ven presente en
cualquier dirección que mirasen. A mi derecha, a mi izquierda, hacia mi arriba
o hacia mi abajo: pues Asterión se divisa en el cuerpo de la Desesperanza.
II
O
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tra vez los pasadizos vienen hasta donde yo estoy
sin pedirme permiso alguno. Esta parte de la encerrada es la más
engañosa. Asterión aparece pocas veces aquí. Yo preferiría que él estuviera
presente para herirme o matarme, pues si nos encontrásemos cuando apenas
ingreso a estos pasillos, yo decidiría si retroceder hasta mi galería
inmediatamente pasada o -de ser mis ahoras uno de aquellos momentos en los que
no soporto la igualdad de lo cotidiano-, entregarme a la muerte a merced de la
cornamenta fosilizada que adorna el crepúsculo con un lucimiento reverberante.
El encarcelamiento donde Asterión y
yo vemos caducarse un día tras otro, debe parecerse al debate interno que sufre
el hombre de conocimiento cuantioso a la hora de decidir: pues si yo tuviera un
solo suponer, siempre sabría qué salida tengo al alcance o, en su caso,
desistiría de cualquier tentativa o esfuerzo científico para hallar un camino
que me guiara a una posible luminiscencia. Pero cuanto más conocimiento completa
la biblioteca de mi sabiduría, más he de perderme en debates detallistas de los
posibles caminos. Por ejemplo: si yo nunca hubiera curioseado en aquel libro
que encapsula a las razas y a la cultura y a la vida en canónicas filosofías,
como si todo formara parte de un único y gran Misterio, hoy no existiría en mis
adentros ese asunto escrupuloso que interfiere en mis decisiones de suicidarme
cuando no hallo la paz que -al ser yo un infante- me han prometido las Eruditas
Escuelas, demasiado recomendadas por mis antepasados. O si el infierno fuera mi
casa final, a mí no me importaría quedar condenado para siempre a los azotes o
a las calderas, o a ambas resignaciones. Pues al fin me evadiría de este
rutinario temor imperecedero, que ha residido siempre en elegir un camino
equivocado y encontrar en el azar la complicidad de la Bestia que me espera, y
sentirme traicionado pero al fin salvado de la continuidad de esta vida
incierta, pues inocentemente la casualidad me habrá llevado al último de mis
enfrentamientos. El miedo también es una forma de Asterión. Y aunque hasta hoy
sólo he tenido magulladuras que las semanas lograron quitarme, de verdad
algunos miedos mellan mi valentía, poco a poco pastoreada por cada fracaso mío,
cual si fueran murallas de esta vieja mansión raspadas por el pasar de los
inviernos. Pues sin que me haya dado cuenta me fui convirtiendo muy despacio,
con la influencia de la luna en mi sangre y de los años en mi memoria, en un
viviente al que le van quedando cada vez menos horas para lograr su cometido. Y
satisfacer así al Monarca Primero.
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