jueves, 12 de febrero de 2015

Capítulo VII: Los Rasgos Mentales de Asterión











D
entro de los rangos que completaban los puestos vacantes en el ejército de mi Monarca, para llegar a tener una altura aceptable, mientras conviví entre los indiferentes he tenido que ser un pensador cauteloso. Agudicé así mi ingenio, y en un santiamén me vi trepando por la competitiva liana de las posiciones hasta que se me condecoró con el puesto de general. Pudorosamente (pero sin arrepentirme del todo) admito que no merecí tanto honor. Pues me faltó perder sangre para igualar mis méritos con los de otro que peleó a la par mía. Pero amén de sinceridades parecidas a ésta, de regreso en la corte de la Theoffiliapolis, adorné con toda la valentía que pude mis memorias de la lucha, y conmoví así el corazón de aquellos presuntuosos interlocutores que decidían sobre el poder. Todo aquel ardid sirvió a mis interesados sueños de progresar en la guerra. Y aunque la espada enemiga tajó mi carne mil veces, asumiré que yo también tuve miedo de que la punta isósceles de alguna flecha impensable me arañara los órganos. Muchas veces jugué al urgente escondite tras el escudo. Y condené al valiente halcón estampado a recibir el acero. Retrocedí muchos metros para que no se quemara mi vanidosa piel, y contemplé a once milicianos enredados en un tiovivo de largas llamas. De aquellas cobardías argumenté, en un intuido momento oportunista, que otro cuerpo a cuerpo me impidió ir al rescate.

Y así, con fabulosos párrafos bélicos, compensé los flácidos defectos de mi alma espuria.

La ley militar me prohíbe asumir ante ustedes mi derrota o mi debilidad. Para los generales es indigno y hasta peligroso el andar ventilando ante seres (que en nada igualan nuestros talentos) el Aquiles por donde la daga puede hacernos sufrir. En lo que me toca aclarar, diré que siempre había admirado los discursos que no justifican sus descontextos con el yo elegiría o el yo en este caso. Aunque les suene demasiado riguroso, soy un pensador que prefiere las cosas tal como deberían ser. Por eso casi nunca apreciarán en la trama de esta cronología (ustedes que quizás me estuvieran leyendo) ningún asalto demasiado pronunciado que descoloque súbitamente al entendimiento. Pero aquellas contradicciones que se notasen, o aquellos párrafos sorpresivos en donde la imaginación de quien me inspecciona deba inventar visualizaciones para que esta historia mantenga su significado lineal, deberán serme perdonados con piadosas inteligencias: pues tanto el descuido de la contradicción como el error involuntario que cometo al no poder contar esta leyenda a la perfección, no es culpa de una capacidad insuficiente, sino que han sido responsabilidad de un Destino que me ha condenado a nacer en tiempos y territorios donde la mayoría de quienes conozco son analfabetos. Por eso es que ahora, en este punto supraconsciente, me doy el permiso para la vulgaridad y la tautología. Entonces dejo que algunas chilindrinadas se infiltren en este manuscrito, igual que la luz del sol y de la luna se cuelan por el sin techo de esta mansión, pues contará poco el orden de esta leyenda cuando los lectores más susceptibles comiencen a experimentar repugnancia si vivifican en sus oportunas imaginaciones cada oración que describirá la carnicería espiritual y física que el Hermafrodita se animó a perpetrarme en aquella tarde. Aunque también que conste: mi deseo de ser entendido, logrará embellecer la mayoría de mis ideas, pues ningún pensamiento que inesperadamente se vislumbre es azaroso; muy al contrario, son deberes que nuestra intelectualidad deberá de perfeccionar en palabras humanas.

Al ser el único testigo de esta Tragedia, me siento algo presionado por la exclusividad; además de liberar el alma del Amenazante, sé que estoy aquí para interpretar todos mis impulsos, todas mis intuiciones. Y de esa manera iré contando esta historia sin tamizar ninguna palabra, ninguna frase que se me vaya ocurriendo, sin omitir el más mínimo argumento que, por medio de distintos padecimientos, el Señor me revelase mientras cumplo estadía en este ilógico purgatorio. Aquí entendí que si Dios nos condena a la privación, lo hace no más para que Su generosidad no nos quede sin advertir. Mi Señor me ha salvado de un mundo demasiado verosímil, demasiado vulgar para mi capacidad de análisis. Y por la sugestión de sus influencias me situó tras este enredo de paredones y medianeras, a fin de enterar al resto de los vivientes acerca del Adefesio, de la mansión y de la soledad.

Si es que el entendimiento humano tuviera las condiciones necesarias para ir asimilando el hermético código en que vienen al mundo las percepciones espirituales; y si es que,  luego de haber desentramado ese intrincado, una meditación preparada pudiese explicar ese presentimiento de haber descubierto algo importante, endosando la palabra ideal para cada molécula de ese artículo insustancial; si es que luego el ingenio pudiera armar una frase que advierta al mundo futuro sobre las interferencias del Mal, y que esta ideal oración preventora luchase contra los siglos demoledores, extrapolando de generación en generación la antorcha de un conocimiento -aunque efímero al fin- muy útil para la civilización compasiva: entonces (por si acaso) yo intentaré desde aquí ilustrar, lo mejor que mis palabras lo puedan, la ya vaticinada brujería del depredador que me enfrenta, con el obediente fin de cumplir el propósito que nuestro carcelero le ha endosado desde que se iniciaron las eras: Atisbar los pasadizos de esta morada, intentando descifrar los casi infinitos misterios y juicios que se han ido cuantificando en los tapiales de este gran reino, a lo largo de los ilimitados ayeres.


II

E
s por aprovechar –no más decía- este desarrollo de la narrativa que aquí elijo ejemplificar los distinguidos y privilegiados poderes de mi Bestia, templando una X, donde en cuya encrucijada central coinciden los tiempos y las virtudes indescubiertas de los vivientes: la oscuridad del día.

Al ser de noche la valentía se convierte en inteligencia y pocos hombres se animan a fisgonear sobre las eternas dimensiones de nuestro distinguido palacio. Cuando no hay lunas ni estrellas, la inexpresión de las rutas aumenta el pánico de los curiosos héroes que ingresaran alguna vez en esta estructura, ya a estas alturas conturbada. De haber nacido en estos jornales una intuición que -aún en las sombras-, advierta el camino más acertado, es casi seguro que sus pasos no demorarían en hallar la involuntaria muerte en ese último enfrentamiento con el Rey de los Sanguinarios: ya que a estas horas es un triunfo poder distinguir si uno no se ha topado con alguna medianera, algún río separador, o con la amansada Bestia que intentaba compensar su cansancio con el sueño revigorizante. Al ocultarse la luminaria, Asterión no duerme pero descansa. Pero ingresados en la penumbra que nos regala la caída del rebuscado sol, aunque sé que mi próximo presente estará destinado a la sangre y a la mordida y a la estacada, por las noches muy a menudo me alegro de encontrarme con este Bárbaro. Donde Asterión aparezca, una constante: las galerías y los arroyos intermedios se iluminan un poco; y en la negrura de la noche espesa, donde todo tiende a imitar a todo, Asterión me irradia también a mí. Sin porqués comprensibles, pero quizás por un maleficio que lo hechizó con un infinito insomnio, en cada uno de sus trotes el Engendro remolca consigo el reflejo lunar. Y entonces mi piel (que se ha vuelto hiperestésica a causa de las infiltraciones solares que me quemaron a lo largo de 28 aniversarios romanos), puede sentir el eléctrico baile de los blancos fotones sobre mi superficie dorada. Con cada embestida nocturna y siempre gracias a la retorcida Bestia y a mi dolor, un milagro sobreviene sin que yo necesite pulir a mi lógica fe: en los rincones sonámbulos se logran ver grietas y madrigueras donde culebras y cascabeles desovaron su genealogía por la mañana o la tarde. Facilitándome la huída algunos pasos de más, pero sin notar que me ofrece una oportunidad, mi Ejecutante ilumina algún diámetro que yo hubiese sido incapaz de ver sin su involuntaria contribución a mis logros, pues las estrellas tienen la luminaria ni distinguidora ni ausente. La notificación de mis percepciones se hace curiosa: pues me parece imposible que una única entidad pudiera endosarle a esta casa una reputación tan terrorífica, que sin nuestro hospedaje sería el patio favorito de los niños para jugar al escondite o a las imaginarias luchas que en algún tiempo ilustramos nosotros dos. Cuando ya me haya ido, cuando el tiempo arruine la virilidad de mi Conocido, quizás esta historia cruzará las cotas de mi secreto y de estas atmósferas; y tal vez la dualidad de esta leyenda pudiera trascender el cautiverio hasta la popularidad del vulgo. Tal vez entonces, tratando de dar réplica a las imaginaciones que les hubiesen quedado, luego de haber oído mi historia y la de Asterión, los pequeños vengan aquí y jugueteen al correteo o al golpe; a los muros ensangrentados o al solitario que con resignación espera su suerte a manos del ya famoso mamífero. Quizás el sol requeme sus finas pieles y sus cabellos. Quizás consuman sus tardes aquí, quizás sus mañanas. Pero una sola ventaja me quedará sobre los que no enfrentan la Realidad: la tenue luz de las estrellas jamás les inspirará un solo relato abominable.

Para describir una faceta más de su personalidad, puedo decir que Asterión gusta de ser perseguido por los rincones y cuartos de este museo. Hay días que se esconde en algún lugar de la casa: y desde alguna parte que yo la ignoro, Asterión se pone a hablarme en voz alta. Entonces me puedo encontrar arrodillado en el famoso abrevadero o en el imaginado sótano, que de repente oiré palabras de fondo, pero dirigidas a mí. Es como si yo estuviese en otro cuarto charlando con Asterión: él se dirige a mí y piensa que lo estoy escuchando. Jamás imita mi voz ni las palabras que yo diría.

Él -a veces siento- es como mi parte más instintiva. 

La personalidad de un laberinto se asemeja al mecanismo de los finos relojes, precisos y fríos. Antes de internarme entre estas despiadadas paredes, con sutiles consejos se me advirtió del peligro que significaba esta difícil calidad de misión. A través de muchas teorías, perfeccionadas por el lenguaje y también por las nuevas descendencias, se me avisó (por supuesto) sobre los distintos compases espirituales que pueden arraigarse a nuestro ser, en los enredados momentos que Dios le asigna a nuestra soledad, todos ellos bordeando los límites del desequilibrio. Sobre todo bienintencionados familiares y amigos han tratado de  convencerme (por medio de  ingenuas aunque demostrativas exhortaciones) para que me mantuviese en el regimiento de mi Amo y Señor, dirigiendo a mis tropas y liberando a los oprimidos por el Imperio. Hoy ya no recuerdo qué personajes dijeron también que, por su sacrificado entrenamiento en la santidad, únicamente los Cinco Sabios hubieran podido sortear los instintos asesinos del Encerrado que me busca. Y aunque Asterión no existiera, el solo atrevimiento de inmiscuirse en Su calabozo implicaba el desastre y el mare magnum. De lo que nadie me dio consejo, fue del grave peligro que correrían mis integridades autóctonas (o, más bien, ortodoxas) al querer despojar a mi Mártir del hogar que por ley sagrada le correspondía; ya que le nombró dueño y celador de estas paredes enclaustradas la misericordia de nuestro Director, ya más para nuestros ojos un dios que un ser humano mortal y defectuoso. De haber sabido, o intuido, o adivinado lo que ahora sé (que este Ángel Yermo era poseyente de semejantes magias incompatibles con la mortandad, de siniestros poderes que aplacaban la hombría a los seres que le enfrentaban), probablemente jamás le hubiera buscado. En un ritual que para él sería vulgar, mi Controlador procuró humillarme (¿quién lo pudiera aún más?) con la visionaria meta de mi deshonra, para que no le pudiera contraatacar otra vez. Ningún significado tendría recontar las mañanas y atardeceres que sepultaron esta derrota en la tiranía de la desmemoria. Aunque el pánico que se ha sembrado en mi corazón atestigua que ya se han de haber sucedido muchas lunas redondas.

Usualmente, con el fin de marcar como míos los territorios, cuando nuestros cuerpos se lastimaban el uno con el otro, doblando en alguna esquina de esta soleada travesura de de corredores, sorprendo a Asterión rumiando los suelos áridos. Y él, como en una rápida defensa paranoica, se me incorpora. Por lo general corro y escapo todo lo que puedo, pero hay días y tardes que veo la partida infructuosa para cualquier cometido mío: ya fuera para salvarme de los navajazos cornudos, ya para jugar a que me persiguen. Pues el patio es largísimo y ancho; ninguna medianera es lo bastante enana como para saltarla; y, cuando existen, solamente las veo a lo lejos: no están a la mano de mi temor para que pueda esconderme del Atacante. Sumergido en la resignación, me quedo paralizado pero finjo una agilidad que ya no poseo en tales atardeceres. Esto es para que al menos el Astérida desdeseado imagine que yo le pueda hacer frente ante sus resoplos de diablo. Entonces, por muy malherido que esté, el resultado de la contienda podrá ser una riña de al menos unos minutos. En tales acorralamientos mi oportunidad de victoria es escasa. Y si bien este Inmortal no conoce de códigos y de solemnes protocolos sensibles, yo no podría rechazar el desafío del Inhumano. Pues no para nada un día, en la frontera que separaba mi pueblo y la Tierra de los Progresivos, mi aorta eyaculó casi toda su sangre. A mi suerte y a mi Señor le debo cierta reputación que defenderé con mi vida, una vez más.
 
Alegre, el Cautivado viene hasta mí rebotando una y otra vez en las paredes rústicas de los infinitos corredores que nos desconsideran infinitamente; yo calculo que Dios le dotó con desmesurada fuerza y mole incontinente, pero también, mientras corre, con una maldad asustante. Asterión padece de un defecto, propio de los mortales que alguna vez se hayan visto en la necesidad de elegir: su inestabilidad es un reflejo de muchas indecisiones. Puede que se la deba a que, en algunos ayeres, han contaminado este calabozo grupos de muchos; y mi amado Toro conoció la desesperación cuando no supo a cuál arrollar primero. Pero de todas formas aquellas almas no aguantaron aquí tantos meses y todos partieron a una morada parecida a la mía, la diferencia es que Allá el infinito está en tanto espacio.

El terror me asfixiaba progresivamente mientras le observé viniendo. Como el valiente decepcionado, escuché la bípeda corrida y la repercusión de Asterión en cada pared que lo vio pasar, desproporcionadas a causa de mi cansancio.

Si a lo lejos advertí el vapor de su aliento, jamás tardé en escapar. Y ya no siento vergüenza. En lo que dura el camino [sin descansar] me giro para verlo correr, y veo los cuernos que dejan de mirar al cielo para apuntar hacia mis costillares. Pero su rareza también es hermosa. Como un engañado por sus deseos, de vez en cuando yo corro también hacia él, acaso probando mi suerte y esperando que un milagro me sorprendiera. Pero en el choque casi nunca evité que su lanza me atraviese algún miembro de piel a piel. Y francamente me rompo. No quisiera decepcionar a mis líderes con estos hondos sentimentalismos, pero el corazón de los generales es vulnerable también. Sólo que una triste adaptación de roles, siempre hemos esperado hasta que todo se pierde para desescudar del orgullo a nuestro espíritu más romántico.

Mas en aquella última contienda (pues desde aquel duelo he desistido del cuerpo a cuerpo), noté que Asterión se frenaba a pocos metros de mis enfrentes. Como los amantes que se reconocen a la distancia y de inmediato corren para entregarse al abrazo, Asterión y yo nos fuimos aproximando. Disminuíamos la rapidez de nuestra marcha cuanto más se achicaba nuestra separación, mientras tanto imaginaba que el tan esperado milagro se escondía en algún gramo del Caminante: una vez más me sentí feliz. Observen hasta qué punto la vanidad me juega malas pasadas, pues pensaba que se hincaría a mis pies y me ofrecería su rendición. Hasta imaginé que al estar frente a frente, Asterión hablaría. En pocos segundos soñé que por intervención divina la Bestia habría incorporado una consciencia cristiana y me ofrecería el impronunciado Nonagésimo Noveno Nombre. Incluso quise que Asterión me pidiera disculpas por cada cornada que me había golpeado. Suelo pensar en milagros así para contrarrestar la influencia depresiva de mis realidades. Y me mantengo firme en el territorio de mis ilusiones hasta que algún hecho tangible me demuestra que ya son muy poco probables.
 
Los dos nos quedamos parados un largo rato, uno respirando la putrefacción del otro.

Esta vez quien delató la verdad fue la naturaleza del Leviatán. Siguiendo la fantasía de los amantes, como para besarme, Asterión sujetó mi cabeza entre sus dos manos inmensas como si se tratara de una manzana que se sostiene entre los dedos de cualquier sobreviviente. Mi primer impulso fue creer que mordida tras mordida me engulliría. Pero hubiera encontrado el fin que yo deseaba hace tanto. El Repugnante me forzaba para que viese hacia sus pupilas:

En esos dos continentes incendiados se reflejaban imágenes de mis queridos, desnudos y torturados, a gritos suplicando misericordias al Redentor y auxilios al Soberano. Las endiabladas pupilas de Asterión me causaron sentimientos más repugnantes que aquellos abrigados al ver los hígados que irreparablemente se desubicaban de los vientres de mi enemigo. Luego de numerosos choques, cuantiosas cornadas, y un descuidado número de cicatrices, yo aprendí trucos de supervivencia y de refortalecimiento. Sin alimentos ni aguas podía quedar errando días y noches, que ya mi cuerpo mágicamente sabría curarse solo. Pero después de aquella interpretación, por primera vez me urgió encontrar el escape (si es que lo hubiera habido) sin conseguir el compromiso que le debía a mi Soberano, pues yo no sabía si aquella vista era la realidad o una fullería más de la Audacia.

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