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entro
de los rangos que completaban los puestos vacantes en el ejército de mi
Monarca, para llegar a tener una altura aceptable, mientras conviví entre los
indiferentes he tenido que ser un pensador cauteloso. Agudicé así mi ingenio, y
en un santiamén me vi trepando por la competitiva liana de las posiciones hasta
que se me condecoró con el puesto de general. Pudorosamente (pero sin
arrepentirme del todo) admito que no merecí tanto honor. Pues me faltó perder
sangre para igualar mis méritos con los de otro que peleó a la par mía. Pero
amén de sinceridades parecidas a ésta, de regreso en la corte de la
Theoffiliapolis, adorné con toda la valentía que pude mis memorias de la lucha,
y conmoví así el corazón de aquellos presuntuosos interlocutores que decidían
sobre el poder. Todo aquel ardid sirvió a mis interesados sueños de progresar
en la guerra. Y aunque la espada enemiga tajó mi carne mil veces, asumiré que
yo también tuve miedo de que la punta isósceles de alguna flecha impensable me
arañara los órganos. Muchas veces jugué al urgente escondite tras el escudo. Y
condené al valiente halcón estampado a recibir el acero. Retrocedí muchos
metros para que no se quemara mi vanidosa piel, y contemplé a once milicianos
enredados en un tiovivo de largas llamas. De aquellas cobardías argumenté, en
un intuido momento oportunista, que otro cuerpo a cuerpo me impidió ir al
rescate.
Y
así, con fabulosos párrafos bélicos, compensé los flácidos defectos de mi alma
espuria.
La ley militar me prohíbe asumir ante ustedes mi
derrota o mi debilidad. Para los generales es indigno y hasta peligroso el
andar ventilando ante seres (que en nada igualan nuestros talentos) el Aquiles por
donde la daga puede hacernos sufrir. En lo que me toca aclarar, diré que
siempre había admirado los discursos que no justifican sus descontextos con el yo elegiría o el yo en este caso. Aunque les suene demasiado riguroso, soy un
pensador que prefiere las cosas tal como
deberían ser. Por eso casi nunca apreciarán en la trama de esta cronología
(ustedes que quizás me estuvieran leyendo) ningún asalto demasiado pronunciado
que descoloque súbitamente al entendimiento. Pero aquellas contradicciones que
se notasen, o aquellos párrafos sorpresivos en donde la imaginación de quien me
inspecciona deba inventar visualizaciones para que esta historia mantenga su
significado lineal, deberán serme perdonados con piadosas inteligencias: pues
tanto el descuido de la contradicción como el error involuntario que cometo al
no poder contar esta leyenda a la perfección, no es culpa de una capacidad
insuficiente, sino que han sido responsabilidad de un Destino que me ha
condenado a nacer en tiempos y territorios donde la mayoría de quienes conozco
son analfabetos. Por eso es que ahora, en este punto supraconsciente, me doy el
permiso para la vulgaridad y la tautología. Entonces dejo que algunas
chilindrinadas se infiltren en este manuscrito, igual que la luz del sol y de
la luna se cuelan por el sin techo de esta mansión, pues contará poco el orden
de esta leyenda cuando los lectores más susceptibles comiencen a experimentar
repugnancia si vivifican en sus oportunas imaginaciones cada oración que
describirá la carnicería espiritual y física que el Hermafrodita se animó a
perpetrarme en aquella tarde. Aunque también que conste: mi deseo de ser
entendido, logrará embellecer la mayoría de mis ideas, pues ningún pensamiento
que inesperadamente se vislumbre es azaroso; muy al contrario, son deberes que
nuestra intelectualidad deberá de perfeccionar en palabras humanas.
Al ser el único testigo de esta Tragedia, me siento
algo presionado por la exclusividad; además de liberar el alma del Amenazante,
sé que estoy aquí para interpretar todos mis impulsos, todas mis intuiciones. Y
de esa manera iré contando esta historia sin tamizar ninguna palabra, ninguna
frase que se me vaya ocurriendo, sin omitir el más mínimo argumento que, por
medio de distintos padecimientos, el Señor me revelase mientras cumplo estadía
en este ilógico purgatorio. Aquí entendí que si Dios nos condena a la
privación, lo hace no más para que Su generosidad no nos quede sin advertir. Mi
Señor me ha salvado de un mundo demasiado verosímil, demasiado vulgar para mi
capacidad de análisis. Y por la sugestión de sus influencias me situó tras este
enredo de paredones y medianeras, a fin de enterar al resto de los vivientes
acerca del Adefesio, de la mansión y de la soledad.
Si es que el entendimiento humano tuviera las
condiciones necesarias para ir asimilando el hermético código en que vienen al
mundo las percepciones espirituales; y si es que, luego de haber desentramado ese intrincado, una
meditación preparada pudiese explicar ese presentimiento de haber descubierto
algo importante, endosando la palabra ideal para cada molécula de ese artículo
insustancial; si es que luego el ingenio pudiera armar una frase que advierta
al mundo futuro sobre las interferencias del Mal, y que esta ideal oración
preventora luchase contra los siglos demoledores, extrapolando de generación en
generación la antorcha de un conocimiento -aunque efímero al fin- muy útil para
la civilización compasiva: entonces (por si acaso) yo intentaré desde aquí
ilustrar, lo mejor que mis palabras lo puedan, la ya vaticinada brujería del
depredador que me enfrenta, con el obediente fin de cumplir el propósito que
nuestro carcelero le ha endosado desde que se iniciaron las eras: Atisbar los
pasadizos de esta morada, intentando descifrar los casi infinitos misterios y
juicios que se han ido cuantificando en los tapiales de este gran reino, a lo
largo de los ilimitados ayeres.
II
E
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s
por aprovechar –no más decía- este desarrollo de la narrativa que aquí elijo
ejemplificar los distinguidos y privilegiados poderes de mi Bestia, templando
una X, donde en cuya encrucijada central coinciden los tiempos y las virtudes
indescubiertas de los vivientes: la oscuridad del día.
Al
ser de noche la valentía se convierte en inteligencia y pocos hombres se animan
a fisgonear sobre las eternas dimensiones de nuestro distinguido palacio.
Cuando no hay lunas ni estrellas, la inexpresión de las rutas aumenta el pánico
de los curiosos héroes que ingresaran alguna vez en esta estructura, ya a estas
alturas conturbada. De haber nacido en estos jornales una intuición que -aún en
las sombras-, advierta el camino más acertado, es casi seguro que sus pasos no
demorarían en hallar la involuntaria muerte en ese último enfrentamiento con el
Rey de los Sanguinarios: ya que a estas horas es un triunfo poder distinguir si
uno no se ha topado con alguna medianera, algún río separador, o con la
amansada Bestia que intentaba compensar su cansancio con el sueño revigorizante.
Al ocultarse la luminaria, Asterión no duerme pero descansa. Pero ingresados en la penumbra que nos regala la caída del
rebuscado sol, aunque sé que mi próximo presente estará destinado a la sangre y
a la mordida y a la estacada, por las noches muy a menudo me alegro de
encontrarme con este Bárbaro. Donde Asterión aparezca, una constante: las
galerías y los arroyos intermedios se iluminan un poco; y en la negrura de la
noche espesa, donde todo tiende a imitar a todo, Asterión me irradia también a
mí. Sin porqués comprensibles, pero quizás por un maleficio que lo hechizó con
un infinito insomnio, en cada uno de sus trotes el Engendro remolca consigo el
reflejo lunar. Y entonces mi piel (que se ha vuelto hiperestésica a causa de
las infiltraciones solares que me quemaron a lo largo de 28 aniversarios
romanos), puede sentir el eléctrico baile de los blancos fotones sobre mi
superficie dorada. Con cada embestida nocturna y siempre gracias a la retorcida
Bestia y a mi dolor, un milagro sobreviene sin que yo necesite pulir a mi
lógica fe: en los rincones sonámbulos se logran ver grietas y madrigueras donde
culebras y cascabeles desovaron su genealogía por la mañana o la tarde.
Facilitándome la huída algunos pasos de más, pero sin notar que me ofrece una
oportunidad, mi Ejecutante ilumina algún diámetro que yo hubiese sido incapaz
de ver sin su involuntaria contribución a mis logros, pues las estrellas tienen
la luminaria ni distinguidora ni ausente. La notificación de mis percepciones
se hace curiosa: pues me parece imposible que una única entidad pudiera
endosarle a esta casa una reputación tan terrorífica, que sin nuestro hospedaje
sería el patio favorito de los niños para jugar al escondite o a las
imaginarias luchas que en algún tiempo ilustramos nosotros dos. Cuando ya me
haya ido, cuando el tiempo arruine la virilidad de mi Conocido, quizás esta
historia cruzará las cotas de mi secreto y de estas atmósferas; y tal vez la
dualidad de esta leyenda pudiera trascender el cautiverio hasta la popularidad
del vulgo. Tal vez entonces, tratando de dar réplica a las imaginaciones que
les hubiesen quedado, luego de haber oído mi historia y la de Asterión, los
pequeños vengan aquí y jugueteen al correteo o al golpe; a los muros
ensangrentados o al solitario que con resignación espera su suerte a manos del
ya famoso mamífero. Quizás el sol requeme sus finas pieles y sus cabellos. Quizás consuman
sus tardes aquí, quizás sus mañanas. Pero una sola ventaja me quedará sobre los
que no enfrentan la Realidad: la tenue luz de las estrellas jamás les inspirará
un solo relato abominable.
Para describir una faceta más de su
personalidad, puedo decir que Asterión gusta de ser perseguido por los rincones
y cuartos de este museo. Hay días que se esconde en algún lugar de la casa: y
desde alguna parte que yo la ignoro, Asterión se pone a hablarme en voz alta.
Entonces me puedo encontrar arrodillado en el famoso abrevadero o en el imaginado
sótano, que de repente oiré palabras de fondo, pero dirigidas a mí. Es como si
yo estuviese en otro cuarto charlando con Asterión: él se dirige a mí y piensa
que lo estoy escuchando. Jamás imita mi voz ni las palabras que yo diría.
Él -a veces siento- es como mi parte
más instintiva.
La personalidad
de un laberinto se asemeja al mecanismo de los finos relojes, precisos y fríos.
Antes de internarme entre estas despiadadas paredes, con sutiles consejos se me
advirtió del peligro que significaba esta difícil calidad de misión. A través de
muchas teorías, perfeccionadas por el lenguaje y también por las nuevas
descendencias, se me avisó (por supuesto) sobre los distintos compases
espirituales que pueden arraigarse a nuestro ser, en los enredados momentos que
Dios le asigna a nuestra soledad, todos ellos bordeando los límites del
desequilibrio. Sobre todo bienintencionados familiares y amigos han tratado
de convencerme (por medio de ingenuas aunque demostrativas exhortaciones)
para que me mantuviese en el regimiento de mi Amo y Señor, dirigiendo a mis
tropas y liberando a los oprimidos por el Imperio. Hoy ya no recuerdo qué
personajes dijeron también que, por su sacrificado entrenamiento en la
santidad, únicamente los Cinco Sabios hubieran podido sortear los instintos
asesinos del Encerrado que me busca. Y aunque Asterión no existiera, el solo
atrevimiento de inmiscuirse en Su calabozo implicaba el desastre y el mare
magnum. De lo que nadie me dio consejo, fue del grave peligro que correrían mis
integridades autóctonas (o, más bien, ortodoxas) al querer despojar a mi Mártir
del hogar que por ley sagrada le correspondía; ya que le nombró dueño y celador
de estas paredes enclaustradas la misericordia de nuestro Director, ya más para
nuestros ojos un dios que un ser humano mortal y defectuoso. De haber sabido, o
intuido, o adivinado lo que ahora sé (que este Ángel Yermo era poseyente de
semejantes magias incompatibles con la mortandad, de siniestros poderes que
aplacaban la hombría a los seres que le enfrentaban), probablemente jamás le
hubiera buscado. En un ritual que para él sería vulgar, mi Controlador procuró
humillarme (¿quién lo pudiera aún más?) con la visionaria meta de mi deshonra,
para que no le pudiera contraatacar otra vez. Ningún significado tendría
recontar las mañanas y atardeceres que sepultaron esta derrota en la tiranía de
la desmemoria. Aunque el pánico que se ha sembrado en mi corazón atestigua que
ya se han de haber sucedido muchas lunas redondas.
Usualmente, con el fin de marcar como míos los
territorios, cuando nuestros cuerpos se lastimaban el uno con el otro, doblando
en alguna esquina de esta soleada travesura de de corredores, sorprendo a
Asterión rumiando los suelos áridos. Y él, como en una rápida defensa
paranoica, se me incorpora. Por lo general corro y escapo todo lo que puedo,
pero hay días y tardes que veo la partida infructuosa para cualquier cometido
mío: ya fuera para salvarme de los navajazos cornudos, ya para jugar a que me
persiguen. Pues el patio es largísimo y ancho; ninguna medianera es lo bastante
enana como para saltarla; y, cuando existen, solamente las veo a lo lejos: no
están a la mano de mi temor para que pueda esconderme del Atacante. Sumergido
en la resignación, me quedo paralizado pero finjo una agilidad que ya no poseo
en tales atardeceres. Esto es para que al menos el Astérida desdeseado imagine
que yo le pueda hacer frente ante sus resoplos de diablo. Entonces, por muy
malherido que esté, el resultado de la contienda podrá ser una riña de al menos
unos minutos. En tales acorralamientos mi oportunidad de victoria es escasa. Y
si bien este Inmortal no conoce de códigos y de solemnes protocolos sensibles,
yo no podría rechazar el desafío del Inhumano. Pues no para nada un día, en la
frontera que separaba mi pueblo y la Tierra de los Progresivos, mi aorta
eyaculó casi toda su sangre. A mi suerte y a mi Señor le debo cierta reputación
que defenderé con mi vida, una vez más.
Alegre, el Cautivado viene hasta mí rebotando una y
otra vez en las paredes rústicas de los infinitos corredores que nos
desconsideran infinitamente; yo calculo que Dios le dotó con desmesurada fuerza
y mole incontinente, pero también, mientras corre, con una maldad asustante.
Asterión padece de un defecto, propio de los mortales que alguna vez se hayan
visto en la necesidad de elegir: su inestabilidad es un reflejo de muchas
indecisiones. Puede que se la deba a que, en algunos ayeres, han contaminado
este calabozo grupos de muchos; y mi amado Toro conoció la desesperación cuando
no supo a cuál arrollar primero. Pero de todas formas aquellas almas no
aguantaron aquí tantos meses y todos partieron a una morada parecida a la mía,
la diferencia es que Allá el infinito está en tanto espacio.
El terror me asfixiaba progresivamente mientras le observé
viniendo. Como el valiente decepcionado, escuché la bípeda corrida y la
repercusión de Asterión en cada pared que lo vio pasar, desproporcionadas a
causa de mi cansancio.
Si a lo lejos advertí el vapor de su aliento, jamás
tardé en escapar. Y ya no siento vergüenza. En lo que dura el camino [sin
descansar] me giro para verlo correr, y veo los cuernos que dejan de mirar al
cielo para apuntar hacia mis costillares. Pero su rareza también es hermosa.
Como un engañado por sus deseos, de vez en cuando yo corro también hacia él,
acaso probando mi suerte y esperando que un milagro me sorprendiera. Pero en el
choque casi nunca evité que su lanza me atraviese algún miembro de piel a piel.
Y francamente me rompo. No quisiera decepcionar a mis líderes con estos hondos
sentimentalismos, pero el corazón de los generales es vulnerable también. Sólo
que una triste adaptación de roles, siempre hemos esperado hasta que todo se
pierde para desescudar del orgullo a nuestro espíritu más romántico.
Mas en aquella última contienda (pues desde aquel
duelo he desistido del cuerpo a cuerpo), noté que Asterión se frenaba a pocos
metros de mis enfrentes. Como los amantes que se reconocen a la distancia y de
inmediato corren para entregarse al abrazo, Asterión y yo nos fuimos
aproximando. Disminuíamos la rapidez de nuestra marcha cuanto más se achicaba
nuestra separación, mientras tanto imaginaba que el tan esperado milagro se
escondía en algún gramo del Caminante: una vez más me sentí feliz. Observen
hasta qué punto la vanidad me juega malas pasadas, pues pensaba que se hincaría
a mis pies y me ofrecería su rendición. Hasta imaginé que al estar frente a
frente, Asterión hablaría. En pocos segundos soñé que por intervención divina
la Bestia habría incorporado una consciencia cristiana y me ofrecería el
impronunciado Nonagésimo Noveno Nombre. Incluso quise que Asterión me pidiera
disculpas por cada cornada que me había golpeado. Suelo pensar en milagros así
para contrarrestar la influencia depresiva de mis realidades. Y me mantengo
firme en el territorio de mis ilusiones hasta que algún hecho tangible me
demuestra que ya son muy poco probables.
Los dos nos quedamos parados un largo rato, uno
respirando la putrefacción del otro.
Esta vez quien delató la verdad fue la naturaleza
del Leviatán. Siguiendo la fantasía de los amantes, como para besarme, Asterión
sujetó mi cabeza entre sus dos manos inmensas como si se tratara de una manzana
que se sostiene entre los dedos de cualquier sobreviviente. Mi primer impulso
fue creer que mordida tras mordida me engulliría. Pero hubiera encontrado el
fin que yo deseaba hace tanto. El Repugnante me forzaba para que viese hacia
sus pupilas:
En esos dos continentes incendiados se reflejaban
imágenes de mis queridos, desnudos y torturados, a gritos suplicando
misericordias al Redentor y auxilios al Soberano. Las endiabladas pupilas de
Asterión me causaron sentimientos más repugnantes que aquellos abrigados al ver
los hígados que irreparablemente se desubicaban de los vientres de mi enemigo.
Luego de numerosos choques, cuantiosas cornadas, y un descuidado número de
cicatrices, yo aprendí trucos de supervivencia y de refortalecimiento. Sin
alimentos ni aguas podía quedar errando días y noches, que ya mi cuerpo mágicamente
sabría curarse solo. Pero después de aquella interpretación, por primera vez me
urgió encontrar el escape (si es que lo hubiera habido) sin conseguir el
compromiso que le debía a mi Soberano, pues yo no sabía si aquella vista era la
realidad o una fullería más de la Audacia.
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