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os
supersticiosos de fuera creyeron que el tal Toro, después de muchos mareos –o
quizás por un azar maldecido-, daría otra vez con la entrada. O si no con la
puerta que daba al mar. Tal cual comenta la Biblia mía: de día y de noche permanecen abiertas tanto la entrada como la salida.
Pero cuidado los padres: pues cualquiera que use sandalias pequeñas será
volteado muy pronto si entrare aquí. Herodes hubiera querido que el laberinto
fuera una guardería: y una vez que estén todos abrirle la jaula al toro.
A
partir de que desapareció la primera estrella oí las quejas de otra alma
humana. Aunque escuché fríamente el monosilábico aullido opté por no ir al
socorro, pues aquí adentro presenciar espejismos es costumbre que repetimos
quienes pensamos. ¡Cuántas veces habrá venido hasta mí la nítida cintura de un
amor muerto! Sus labios consiguieron que se repita el depresivo impacto de mi
despecho.
Sin
embargo cuando el lamento me acaparó los silencios por mucho tiempo elegí ir a
buscarle. ¿Quiénes de los que leen resistirían tal reto si se les presentare el
regalo de un vestigio moribundo de humanidad? Pues luego de tantos días
hurgándole las caras a tantos soles y lunas, cualquiera que aquí viviese se
alegría al saber que sí existió otro testigo que evidenciaba al Monstruoso. Así
que entre los mareos y mi cansancio abandoné el yoga que imita al muerto. La
insistencia de la gravedad devolvió al suelo rugoso las piedrecitas que se
adhirieron al somnoliento sudor que ungía toda mi espalda. Con pena evoqué
algún patio que quedó en Argos. Sobre el cielo se instalaron las nubes
multiformes para bendecir a mi piel con una tormenta mediana. Las aguas alivianaron
el clima en un atardecer al fin diferente. Pero cuando llegué hasta el otro
circuito me desilusioné con aquellas fisionomías. Se trataba de perros sin amo,
aullando para la geometría infinita. No investigué jeroglífico que me explicase
el porqué, sólo sé que una vez entraron aquí y formaron una colonia. Pero sí sé
que en las progresivas primaveras los sabuesos desarrollaron una genética
inteligente. Pues las siguientes proles se agazaparon en un minúsculo rincón
para que el Asesino no las devore. Una vez los crucé, y vi a una madre pariendo
cachorros que en vez de garras echaban raíces peludas. Luego crecieron como
tubérculos. Y comenzando por el hocico germinaban a veces para mirar la luz.
Esa vez creí haber oído trompetas y los parcos ecos de un buitre, pero tampoco
me acuerdo yo.
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