viernes, 6 de febrero de 2015

Capítulo XVII: La Antorcha








S
umergido entre tolerancias que logran apaciguar mis odios y mis lamentaciones, supongo que toda obra como ésta se le debe atribuir a la existencia de algún Metódico. Todo laberinto presupone entonces la vida de al menos un constructor. Mi Soberano libere al mundo de esa tiranía que los adelantados han ejercido sobre la Tierra, sin que siquiera lo haya notado nadie. Como genios ulteriores, el sobresaliente creador de esta casa  (favorito por el Rey entre todas las inteligencias mortales de su tiempo), ha inventado una obra de virtud ambivalente. Hasta los veintitantos años yo escuché -de la boca de los más sabidos- que una idea maestra puede tener las mismas virtudes beáticas y demoníacas, pues todo dependiendo de la sensatez y de la intención con que se utilizare. ¡Vamos! Como un ejemplo grosero puedo nombrar las fundiciones de mi comarca donde los artesanos del metal engendran día tras día espadas tanto salvadoras como mortales. Esta última adjetivación opcional, quedará a merced de quienes las empuñaran alguna vez. El hierro no es imperecedero si quien lo refiere cuenta con los años de mi Amo.

Pero volviendo a mi lógica: el laberinto ha sido útil para el Rey y su Reina, y quizás también lo hubiera sido en algún tiempo para mí. Pues antes de mis 28 aniversarios, yo ignoraba una existencia criminal como la que me acecha. Por lo tanto, si la evolución de mis articulaciones y mis musculaturas nunca hubiera pretendido de mí una prueba, un agradecimiento, una jactancia que hiciera honor a mis virtudes fisiológicas, pues jamás me hubiera invadido la codicia o la tentadora intención de competir o de demostrar mi virtud de valiente. Entonces yo nunca hubiera pisado semejante mundo de piedras y rocas, donde la bondad a de ser acompañada por una imagen caótica, de lo contrario Asterión se arrimaría con mayor insistencia de la que tiene.

Sin embargo esta tarde la realidad me demostró (con áspera fatiga), que aquello que mi ignorancia hubiese tildado como ingenioso o extraño (me refiero: cruzar la entrada de esta perdedora mitología para ingresar acá), mi osada inocencia lo ha convertido en lo que es ahora para mí una vida de peligrosos despertares y anocheceres.

La reflexión me ha conducido hasta algún recuerdo misterioso que aún no pude relatar para la oscuridad ni tampoco para el sol.

A la entrada siniestra, un camino tienta al errante con el dibujo de una luna llena amarilla. Dos o tres veces mis pasos intentaron el encontrar allí dentro la vida que yo esperaba. El medio recorrido inicial se empina hacia abajo. Cada tres metros, un rectángulo le incita a los justicieros que van tras la Bestia para cambiar sus direcciones iniciales. Cuando me familiaricé con aquel corredizo, me guié confiado hasta el final sujetando en sus paredes mi mole atrofiada por el paso del tiempo y la inexistencia de ejercicios cotidianos y triviales, mientras la piedra erosionada me cortajeaba las palmas de las manos, generándome cuatro o cinco líneas del amor. Me inmiscuí en el camino embarazoso pensando que allí encontraría la libertad o si no, al menos, un arma que hiriera el cuero de la Bestia en próximos acorralamientos. Cuando ya no pude caminar más, la esperanza hizo que me arrastrara. Un perfume invisible confundía mis intuiciones, cegándome el buen criterio que me recomendaba retroceder. Siempre atraído por la perfección de aquella luna ambarina, fui guiado hacia el meollo del pasillo que se entretejía a sí mismo en un nudo de marinero. Doblé tres o cuatro veces en la invariable perplejidad, pero me pareció ver siempre la misma esquina; el mismo ángulo que debería haber sido único, se propagó varias veces entre los límites de la internada, otorgándole a mi sentido de orientación estar avanzando, no en espiral, sino zigzagueante.

Insospechadamente, allí donde la calma era la reina, con su sorpresiva asta mi Diablo me atravesó de punta a punta la vida. ¡Él me aguardaba allí desde el último desafío! Luego de haberle dejado herido y agonizando en su sangre de toro, mi Asterión calculó en sus repetidas imaginaciones una manera para humillarme nuevamente. Y otra vez me indultó de la muerte. Yo siempre supe que mi dolor es para Él un divertimento.

Hasta que mi metabolismo me curó la carne, por nueve meses me escondí en las oscuridades de los rincones que encontraba ausentes de mal y bien, para lamentar las heridas que poco tiempo tardaron en expeler fetidez. Asterión rumiaba el entorno y yo percibía sus pasos cercanos. En esa época yo temía con cada ruido a la muerte, pues si una sola gota de sangre caía al terrenal, ésa sería la alarma que delataría mi rastro. A veces le vi quieto, como esperando, como para que yo supiera que me observaba, como para hacer una demostración más de su inteligencia divina, para demostrarme que su distracción era inventar nuevas reglas al juego de la vida y de la muerte, y que nunca debió consultarme para que ambos las aceptáramos. El Monstruo era quien reinaba. Para ser un poco más puntilloso definiré algunas estrategias que pude deducir con las pistas que Asterión me iba dejando a medida que Él lo quería:

Uno, yo estoy aquí y te observo. Dos, yo puedo matarte pero mi vida sería sin sentido si tú no tuvieras miedo. Tres, te observo y sé que me temes pero haré que dudes de tus propias cavilaciones.

Gracias a la tragedia uno descubre algunas veces una cura para sus discapacidades. Y así fue que, finalmente, en una superficie depresiva di con el arma que detuvo mi hemofílica supuración. Desde entonces y no hace mucho, ahora ando por estos corredores endemoniados sin temer a que alguna vez me atraviese con su cornada. Y Asterión y yo, convivimos sin embestidas que no se puedan sanar. Desde que encontré mi antorcha disolví mis cicatrices y ya no le temo a próximas seguidillas de cornamentas calizas. Ahora sé que los caminos donde Asterión gane con su estacada un inmerecido perímetro, yo podré con mi antorcha amedrentar sus ánimos y sus intenciones. Entonces mi llama recuperará la luz que (la Bestia) invade con sus malditas rachas de oscuridad.







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