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umergido entre tolerancias que logran apaciguar mis
odios y mis lamentaciones, supongo que toda obra como ésta se le debe atribuir
a la existencia de algún Metódico. Todo laberinto presupone entonces la vida de
al menos un constructor. Mi Soberano libere al mundo de esa tiranía que los
adelantados han ejercido sobre la Tierra, sin que siquiera lo haya notado
nadie. Como genios ulteriores, el sobresaliente creador de esta casa (favorito por el Rey entre todas las inteligencias
mortales de su tiempo), ha inventado una obra de virtud ambivalente. Hasta los
veintitantos años yo escuché -de la boca de los más sabidos- que una idea
maestra puede tener las mismas virtudes beáticas y demoníacas, pues todo
dependiendo de la sensatez y de la intención con que se utilizare. ¡Vamos! Como
un ejemplo grosero puedo nombrar las fundiciones de mi comarca donde los
artesanos del metal engendran día tras día espadas tanto salvadoras como
mortales. Esta última adjetivación opcional, quedará a merced de quienes las
empuñaran alguna vez. El hierro no es imperecedero si quien lo refiere cuenta
con los años de mi Amo.
Pero volviendo a mi lógica: el laberinto ha sido
útil para el Rey y su Reina, y quizás también lo hubiera sido en algún tiempo
para mí. Pues antes de mis 28 aniversarios, yo ignoraba una existencia criminal
como la que me acecha. Por lo tanto, si la evolución de mis articulaciones y
mis musculaturas nunca hubiera pretendido de mí una prueba, un agradecimiento,
una jactancia que hiciera honor a mis virtudes fisiológicas, pues jamás me
hubiera invadido la codicia o la tentadora intención de competir o de demostrar
mi virtud de valiente. Entonces yo nunca hubiera pisado semejante mundo de
piedras y rocas, donde la bondad a de ser acompañada por una imagen caótica, de
lo contrario Asterión se arrimaría con mayor insistencia de la que tiene.
Sin embargo esta tarde la realidad me demostró (con
áspera fatiga), que aquello que mi ignorancia hubiese tildado como ingenioso o
extraño (me refiero: cruzar la entrada de esta perdedora mitología para
ingresar acá), mi osada inocencia lo ha convertido en lo que es ahora para mí
una vida de peligrosos despertares y anocheceres.
La reflexión me ha conducido hasta algún recuerdo
misterioso que aún no pude relatar para la oscuridad ni tampoco para el sol.
A la entrada siniestra, un camino tienta al errante con el
dibujo de una luna llena amarilla. Dos o tres veces mis pasos intentaron el
encontrar allí dentro la vida que yo esperaba. El medio recorrido inicial se
empina hacia abajo. Cada tres metros, un rectángulo le incita a los justicieros
que van tras la Bestia para cambiar sus direcciones iniciales. Cuando me
familiaricé con aquel corredizo, me guié confiado hasta el final sujetando en
sus paredes mi mole atrofiada por el paso del tiempo y la inexistencia de
ejercicios cotidianos y triviales, mientras la piedra erosionada me cortajeaba
las palmas de las manos, generándome cuatro o cinco líneas del amor. Me
inmiscuí en el camino embarazoso pensando que allí encontraría la libertad o si
no, al menos, un arma que hiriera el cuero de la Bestia en próximos
acorralamientos. Cuando ya no pude caminar más, la esperanza hizo que me
arrastrara. Un perfume invisible confundía mis intuiciones, cegándome el buen
criterio que me recomendaba retroceder. Siempre atraído por la perfección de
aquella luna ambarina, fui guiado hacia el meollo del pasillo que se entretejía
a sí mismo en un nudo de marinero. Doblé tres o cuatro veces en la invariable
perplejidad, pero me pareció ver siempre la misma esquina; el mismo ángulo que
debería haber sido único, se propagó varias veces entre los límites de la
internada, otorgándole a mi sentido de orientación estar avanzando, no en
espiral, sino zigzagueante.
Insospechadamente, allí donde la calma era la reina, con su
sorpresiva asta mi Diablo me atravesó de punta a punta la vida. ¡Él me
aguardaba allí desde el último desafío! Luego de haberle dejado herido y
agonizando en su sangre de toro, mi Asterión calculó en sus repetidas
imaginaciones una manera para humillarme nuevamente. Y otra vez me indultó de
la muerte. Yo siempre supe que mi dolor es para Él un divertimento.
Hasta que mi metabolismo me curó la carne, por nueve meses me
escondí en las oscuridades de los rincones que encontraba ausentes de mal y
bien, para lamentar las heridas que poco tiempo tardaron en expeler fetidez.
Asterión rumiaba el entorno y yo percibía sus pasos cercanos. En esa época yo
temía con cada ruido a la muerte, pues si una sola gota de sangre caía al
terrenal, ésa sería la alarma que delataría mi rastro. A veces le vi quieto,
como esperando, como para que yo supiera que me observaba, como para hacer una
demostración más de su inteligencia divina, para demostrarme que su distracción
era inventar nuevas reglas al juego de la vida y de la muerte, y que nunca
debió consultarme para que ambos las aceptáramos. El Monstruo era quien
reinaba. Para ser un poco más puntilloso definiré algunas estrategias que pude
deducir con las pistas que Asterión me iba dejando a medida que Él lo quería:
Uno, yo estoy
aquí y te observo. Dos, yo puedo matarte pero mi vida sería sin sentido si tú
no tuvieras miedo. Tres, te observo y sé que me temes pero haré que dudes de
tus propias cavilaciones.
Gracias a la tragedia uno descubre algunas veces una cura para
sus discapacidades. Y así fue que, finalmente, en una superficie depresiva di
con el arma que detuvo mi hemofílica supuración. Desde entonces y no hace
mucho, ahora ando por estos corredores endemoniados sin temer a que alguna vez
me atraviese con su cornada. Y Asterión y yo, convivimos sin embestidas que no
se puedan sanar. Desde que encontré mi antorcha disolví mis cicatrices y
ya no le temo a próximas seguidillas de cornamentas calizas. Ahora sé que los
caminos donde Asterión gane con su estacada un inmerecido perímetro, yo podré
con mi antorcha amedrentar sus ánimos y sus intenciones. Entonces mi llama
recuperará la luz que (la Bestia) invade con sus malditas rachas de oscuridad.
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