lunes, 9 de febrero de 2015

Capítulo XII: El Arquitecto








L
a imagen del laberinto consiste en vastos y larguísimos corredores. Todas las galerías se tuercen al menos una vez por un ángulo. Esto genera la naturaleza de nuestra cárcel: el laberinto es simple y tirano, su superficie se distribuye en complejos brazos de suelo divididos por tapiales y medianeras. Todos los caminos son de alguna forma paralelos y perpendiculares. Esta extrañeza responde a todas las ironías y a todos misterios de infinitud que nos acompañan, a quienes nos animamos a inspeccionar un poco más que la grey los diferentes aspectos de este fantástico encierro.

Cada tantos pasos, unos caminos se desintegran. Otros pasillos en cambio se limitarán a doblarse una y otra vez cada pocos avances, por todo el largo que tenga el viaje, formando en cada esquina un ángulo rectísimo. Hay algunos claustros que parecieran nunca acabarse: puesto que luego de haber perdido al viajante en diferentes arquitecturas tramposas, de alguna manera su recorrido desemboca en el cuerpo del mismo camino. Esto es lo que da la idea de infinitud. Hoy sé muy bien que no es necesario ningún Asterión para matar o enloquecer o perturbar temporalmente a quién aquí entrase. La gigantesca brillantez de quien haya creado estas mazmorras, ha ingeniado una dimensión que pareciera tener voluntades propias.

Durante el espeso sol del mediodía, el genio del Arquitecto se ha presentado ante mi alma como otra Bestia que juega a ser desafiante; pero que mis impresiones juzgaron de criminal. Y yo le admiré igual que suelo admirar a mi Diablo: secretamente y tal vez obligado. Ya que si Asterión gozara de la trágica virtud del habla, mi único confesor aquí presente sería este Oportunista.



Pero dos tipos de caminos hacen del laberinto un lugar peligroso y, por ese motivo, entretenido. En unos y otros en medidas iguales, el riesgo de la muerte se le adelantará a quien pisare estos suelos irónicos. En los unos, que no se diferencian en nada del resto del laberinto, acude cada cierto tiempo Asterión en busca de los hombres que vienen y van con la fantasía depositada en el degüello de nuestro Celador. A ellos igual que a mí, Asterión los embiste sin ninguna misericordia ni consuelo. En su mayoría, mueren resignados a la primera cornamenta. Con los ojos en el cielo y sin haberse desclavado de la estacada (que todavía los soporta embestidos y atravesados), como cuadros que rellenan las paredes de los aposentos, las vidas que primero quedaron a la responsabilidad de Asterión, luego lo serán de la descomposición, pues cuelgan a medio metro del suelo, sujetados entre el muro y la cabeza de toro, resistiendo sus vísceras el último suspiro de vida y, con los ojos puestos en el cielo, dan la impresión de Cristos muriendo, intrigando a su Padre: ¿Elí, Elí... Lama sabacthaní?

Ése será seguramente mi segundo fallecimiento. El primero: la misma permanencia en los adentros de esta monumental jaula.

En otros caminares, Asterión se reemplaza con un peligro más ingenuo. Quizás el verdadero peligro sea que nuestro miedo nos abandone; pues se subestima el poder de los enemigos al realzar el nuestro. El hecho es que algunas galerías tienen figuras inestables. El que entrare en cualquiera, quedará a merced de la casualidad, dejando por sabido todas las extensiones de que la coincidencia pudiera ser responsable. La incomprensión de sus formas tienta al corazón del desconocido a querer indagar sus periferias asimétricas.

Además del engañoso camino que puede llevar al inteligente hasta la inconcordancia, dentro del pasadizo hay lagunas que solamente se miran a la luz de la luna llena. Como se da a entender, son invisibles durante todos los días y solamente se ven cada un período lunar. Sin quererme demostrar demasiado inmune a las leyes de este calabozo (pues mi larga condena me ha ido enseñando a sacar modestias de mis jactancias), algunas veces he caído en ellas. Primero me precipité hacia lo hondo, pensando que había llegado al verdadero Cielo. Pero cuando la tibieza del agua corrompida me despertó de la ilusión redentista, de inmediato regresé a los superficiales oxígenos. La orilla se había difuminado. En rumbo opuesto de brújula, debí nadar medio sol hasta que encontré la antípoda costa. Asterión me aguardaba allí con sediciosas pupilas.

Mis fuerzas ya no son las mismas que al entrar en esta prisión, y aunque braceé varias horas recuerdo aquella contienda sorpresiva como una de mis pocas victorias. En medio de los jadeos míos y de la Bestia se alborotaba en las atmósferas la sangre. Yo temía, no a la encornadura, sino a caer de nuevo en esas aguas pérfidas. Y sin embargo tuve resto para ganarle a Asterión.

El Arquitecto ha ideado este laberinto para que todo quien entre aquí se perdiera, pero también ha pensado con justicia hasta el último de sus lugares. Por eso noto aquí dos puntos que me navegan hacia una misericordia que se afirmaba en la comprensión: la fabulosa mente del Creador; y, por segundo, aunque el laberinto es para Él un juego de muertes y vidas a manos de la Bestia -y, por supuesto, del hambre y del frío y también del rayo solar-, como quizás el único observador de estas tierras mesuradas y precisas, yo destaco que este ludo ha sido siempre claro, pues su Inventor nos ha dejado sencillas reglas desde que nuestro entendimiento puede comprender complejidades más altas que un cuadrado o el exterior de las pirámides: Una, aquí dentro el Asesino mora; dos en cualquier momento es posible la muerte.

No hay comentarios:

Publicar un comentario