jueves, 12 de febrero de 2015

Capítulo IX: El Magnánimo












A
dmito que tras casi treinta cumpleaños (si tomásemos como referencia el calendario cristiano), tal como se enamoran secuestrador y secuestrado, ambos pueblerinos de este máximo condado, morbosamente nos fuimos enamorando de esta amenaza, debido a que el hábito de la visión se acostumbra redundantemente a las imágenes más despreciables.

Multiplicándose en mi recuerdo, Asterión ha optado por sembrar su talante en todos los caminos de este planeta, que ya es para mí un Universo a nuestra altura y también a la altura de nuestras culpas. Cuando la noche activa las aletargadas cuestiones de mi consciencia, se me da por suponer que la Bestia es al mismo tiempo mi mundo, mi asesino y mi enfermedad. Y será tal vez mi camino liberador.

Días antes he hecho una corta crónica de sus virtudes mentales. Cuando se fatiga de trotar y golpetear las paredes carcomidas por los elementos universales, Asterión utiliza sus dones macabros para vencer al enemigo.

Aquí destaco la otra virtud que en los hombres carece y en los animales abunda: la perseverancia.

Durante la noche absoluta o el día prometedor, aunque sean las veces menos contadas, cuando la Bestia percibe que no podrá ganarme en el cuerpo a cuerpo, le da rienda a sus engañosas virtudes espirituales, y como si fueran propiedades del mismo laberinto, este Demonio encuentra (mediante el uso de una inteligencia muy superior a la mía), un plan para enviarme de nuevo lejos de aquí.
Con el último sol comienzo a notar que las corrientes de mis caminos cambiaron brutamente el sentido. Es la Bestia, con el fin de martirizar el ánimo de quienes hubieran profanado la quietud de esta legendaria edificación, que más pareciera un templo sagrado para el que bien la viera. Si nadie patrullara por aquí, salvo la gran mole de músculos y carnes que reina sobre esta propiedad religiosa e inexpugnable, una serenidad traicionera incubaría en la complicación donde he pasado mis últimos veintiocho años.

Hubo contiendas en las que finalicé muy malherido. ¡Y cuánta sabiduría habita en la precaución de este Gobernante! Pues prefiriendo que yo me sintiera endeudado, una gentileza tuvo Asterión conmigo en los años que yo he vivido en esta casa que debido al engaño engorda su dimensión: agonizante entre mi sangre derramada y mis alientos hediondos, Él no me ha rematado. Ya sea que me necesita con vida para algo más de lo que sospecho, ya sea que -igual a mí- el Sádico haya descubierto cómo sentir cariño por un competidor que le desprecia, ya que me prefiere viviendo para jugar al defensor de la casa y al usurpador que viene de las afueras, ya sea para demostrarme una vez más que es Él quien decide mi muerte o mi pábulo, o ya sea por todo lo escrito aquí, en mi agonía Asterión no remató al turista que le incomodaba en sus propios dominios. Quizás también para que en la prolongación de nuestra convivencia, yo no pudiera hacer otra cosa más que huir sin atreverme a dañarlo. Pues mi naturaleza alberga la desventaja de ser un agradecido. Por eso es que me da mi tiempo para recuperar los alientos. Desde que estoy aquí (tal vez veintiocho años, ya lo he contado), mi vida se resume en copiosos descansos para sanarme de las próvidas embestidas; así mi alma se acostumbra a resistir próximas seguidillas de crucifixiones a manos de su cornamenta estriada. Para confesar ante el Juez –si lo hubiera- cierto sadismo, mi subsistencia también necesita un poco las heridas que me deja su encornadura. Miles de reiteraciones inútiles, leídas en epopéyicos párrafos religiosos, han logrado corregir subliminalmente a mi corazón para que yo fuese más indulgente a la hora de hablar del delincuente y del asesino. Esto no me concedió nada fructífero. ¡Y eso que yo esperaba la misma magia, el mismo poder, que utiliza Quien nos dirige!

Si no tuviera la fe tan soldada a la idea misericordiosa de que la Bestia goza de un favor probatorio (es cruel pues ha crecido entre los feroces), ya hace mucho tiempo que por la vía intangible de mis oraciones habría empezado a rogarle a nuestro Rey que engendrase un hermano para que le degüelle, vedándole de todos sus derechos naturales con una sesga bendita. Por lo demás, sé que sin tales humillaciones sentiría que mi vida ha sido tan ordinaria como la de cualquier víctima. Si mis carnes no fueran capaces de abstraer tantos abusos, quizás hubiera militado como buen soldado al mando de otro Appolodro Tercero Theoffelia: Y de seguro que estos párrafos preventores habrían sido encomendados a la perspicacia de otro valiente que tuviese bastante coraje para sazonar su normalidad con este singular viaje. Es extraño, pero si me quedase quieto, Asterión nunca me atacaría y yo podría vivir aquí para siempre. Pero a mi primera marchada, a mi primer intento de matarlo o de huir, encontraré a la Bestia como si fuera un siamés fantasma que nunca se ha separado de mí. Y yo no tendré oportunidad para desligarme de la ya fastidiosa tarea que se compone de seguir ratoneando por estos rebeldes caminos.

Adivinando mis pensamientos, Asterión se aleja de los caminos cerrados y, sin intervenciones ni estorbos mas sí con el necesario ingenio, me invita a fisgonear por los callejos asolados. Después de mis sin salidas, cuando mi ilusión de libertad es ahogada por un una tapiada al final del pasillo, yo me detengo y lo pienso sonriente, como quien se frota sus manos planificando la desgracia de su adversario o de su contrincante. Si un mago o un brujo... o un semidiós, fuese capaz de vislumbrar toda esta tierra de un solo miramiento, y notara el cínico juego en que los dos incurrimos, juzgaría a nuestra vida de ridícula e improductiva y fatua, al ver cómo se desperdician los días y las noches en la persecución y en la paranoia.

Yo desearía que nuestra cotidianeidad no tuviese hábitos tan sólidos, así un buen día todo acabaría de una feliz vez; entonces Asterión y yo sucumbiríamos encima de las ensombrecidas o iluminadas baldosas. Las murallas de nuestra casa, los tapiales y medianeras, se derrumbarían para la soledad póstuma. Los arroyos divisorios serían un hidromuseo de los cascotes y los escombros. Pues no me parece que nadie después de nosotros dos se interesare nunca jamás por la dignidad de esta desperdiciada arquitectura europea.

Hoy Asterión se apropia de todos los corredores. Yo ya lo había intuido, y nunca sentí tanta desdicha como ahora por haber supuesto con verosimilitud. Asterión es muchos. Entonces yo me convierto súbita e inexorablemente en la Bestia que me esclaviza a padecer el encierro. Pareciera que estoy viviendo en una rutina teatral, donde una sola Bestia va luchando contra millones de voluntades que intentan, finalmente, desmembrarle. Los miles de Asteriones, la Bestia Única. Asterión... Yo. Todo lo recapitulado sería, más que para sumar las armas mentales de mi Verdugo, para advertir de una amenaza que amedrentará a las civilizaciones pensantes aún por nacer.

Una última descripción de su metabolismo inteligente ilustrará (para quien confíe en mi palabra) las inequidades con que la Justicia prepara el juego de la vida:

Como si cometiera un pecado, como si yo me hubiera resignado a los artículos incognoscibles de (siempre hablando del Criminal) su justicia básica y de ello dependiera la salvación o la punición de mi alma, Asterión corrige en mi mente mis pensamientos y mis palabras con severidad calumniadora. Recordándome siempre que le debo la vida, Asterión se aferra a sus pequeños y grandes aciertos para anular mis expectativas y especulaciones, haciéndome sentir responsable de nuestra despiadada convivencia. Ignoro lo que habrá hecho o en qué magia residirá su poder, pero aún cuando se aleja siento que a corta distancia vigila mis circulaciones, físicas o cerebrales. Ahora sé que no importará cuánto tiempo distancie nuestra separación, yo viviré para siempre soportando, ya no la brutalidad de sus embestidas, sino el pánico de que en algún momento tornara. Mientras vivamos juntos tengo decidido fingir las aprobaciones de sus actos, pues ya que la Justicia me sentenció desde antes de haber nacido a una cotidianeidad tan extraordinaria, opto por calmar la furia de Asterión con mis silencios y mis poesías. Para no endiablar aún más lo extraño de nuestra relación, de momento sólo me quedaré en un rincón y observaré sus pateadas. Quién lo sabe, quizá me guíen hasta la libertad. Porque aunque él demuestra felicidad en la labor de custodiar este laberinto, sé que ninguna vida, por más calabozos que haya arañado a través de los siglos, renunciaría a su anhelo de normalidad. Suponiendo que estoy aquí con el fin de acrisolar mis intenciones y rectificar mis pensamientos, las incontables derrotas que ha sufrido mi orgullo reformaron mis egocentrismos para servir al prójimo, enseñando con mi ejemplo las consecuencias que atrae la repetida desobediencia de Su Doctrina.









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