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dmito
que tras casi treinta cumpleaños (si tomásemos como referencia el calendario
cristiano), tal como se enamoran secuestrador y secuestrado, ambos pueblerinos
de este máximo condado, morbosamente nos fuimos enamorando de esta amenaza,
debido a que el hábito de la visión se acostumbra redundantemente a las
imágenes más despreciables.
Multiplicándose
en mi recuerdo, Asterión ha optado por sembrar su talante en todos los caminos
de este planeta, que ya es para mí un Universo a nuestra altura y también a la
altura de nuestras culpas. Cuando la noche activa las aletargadas cuestiones de
mi consciencia, se me da por suponer que la Bestia es al mismo tiempo mi mundo,
mi asesino y mi enfermedad. Y será tal vez mi camino liberador.
Días
antes he hecho una corta crónica de sus virtudes mentales. Cuando se fatiga de
trotar y golpetear las paredes carcomidas por los elementos universales,
Asterión utiliza sus dones macabros para vencer al enemigo.
Aquí
destaco la otra virtud que en los hombres carece y en los animales abunda: la
perseverancia.
Durante
la noche absoluta o el día prometedor, aunque sean las veces menos contadas,
cuando la Bestia percibe que no podrá ganarme en el cuerpo a cuerpo, le da
rienda a sus engañosas virtudes espirituales, y como si fueran propiedades del
mismo laberinto, este Demonio encuentra (mediante el uso de una inteligencia
muy superior a la mía), un plan para enviarme de nuevo lejos de aquí.
Con
el último sol comienzo a notar que las corrientes de mis caminos cambiaron
brutamente el sentido. Es la Bestia, con el fin de martirizar el ánimo de
quienes hubieran profanado la quietud de esta legendaria edificación, que más
pareciera un templo sagrado para el que bien la viera. Si nadie patrullara por
aquí, salvo la gran mole de músculos y carnes que reina sobre esta propiedad
religiosa e inexpugnable, una serenidad traicionera incubaría en la
complicación donde he pasado mis últimos veintiocho años.
Hubo
contiendas en las que finalicé muy malherido. ¡Y cuánta sabiduría habita en la
precaución de este Gobernante! Pues prefiriendo que yo me sintiera endeudado,
una gentileza tuvo Asterión conmigo en los años que yo he vivido en esta casa
que debido al engaño engorda su dimensión: agonizante entre mi sangre derramada
y mis alientos hediondos, Él no me ha rematado. Ya sea que me necesita con vida
para algo más de lo que sospecho, ya sea que -igual a mí- el Sádico haya
descubierto cómo sentir cariño por un competidor que le desprecia, ya que me
prefiere viviendo para jugar al defensor de la casa y al usurpador que viene de
las afueras, ya sea para demostrarme una vez más que es Él quien decide mi
muerte o mi pábulo, o ya sea por todo lo escrito aquí, en mi agonía Asterión no
remató al turista que le incomodaba en sus propios dominios. Quizás también
para que en la prolongación de nuestra convivencia, yo no pudiera hacer otra
cosa más que huir sin atreverme a dañarlo. Pues mi naturaleza alberga la
desventaja de ser un agradecido. Por eso es que me da mi tiempo para recuperar
los alientos. Desde que estoy aquí (tal vez veintiocho años, ya lo he contado),
mi vida se resume en copiosos descansos para sanarme de las próvidas embestidas;
así mi alma se acostumbra a resistir próximas seguidillas de crucifixiones a
manos de su cornamenta estriada. Para confesar ante el Juez –si lo hubiera-
cierto sadismo, mi subsistencia también necesita un poco las heridas que me
deja su encornadura. Miles de reiteraciones inútiles, leídas en epopéyicos
párrafos religiosos, han logrado corregir subliminalmente a mi corazón para que
yo fuese más indulgente a la hora de hablar del delincuente y del asesino. Esto
no me concedió nada fructífero. ¡Y eso que yo esperaba la misma magia, el mismo
poder, que utiliza Quien nos dirige!
Si no tuviera la fe tan soldada a la idea misericordiosa
de que la Bestia goza de un favor probatorio (es cruel pues ha crecido entre
los feroces), ya hace mucho tiempo que por la vía intangible de mis oraciones
habría empezado a rogarle a nuestro Rey que engendrase un hermano para que le
degüelle, vedándole de todos sus derechos naturales con una sesga bendita. Por
lo demás, sé que sin tales humillaciones sentiría que mi vida ha sido tan
ordinaria como la de cualquier víctima. Si mis carnes no fueran capaces de
abstraer tantos abusos, quizás hubiera militado como buen soldado al mando de
otro Appolodro Tercero Theoffelia: Y de seguro que estos párrafos preventores
habrían sido encomendados a la perspicacia de otro valiente que tuviese
bastante coraje para sazonar su normalidad con este singular viaje. Es extraño,
pero si me quedase quieto, Asterión nunca me atacaría y yo podría vivir aquí
para siempre. Pero a mi primera marchada, a mi primer intento de matarlo o de
huir, encontraré a la Bestia como si fuera un siamés fantasma que nunca se ha
separado de mí. Y yo no tendré oportunidad para desligarme de la ya fastidiosa
tarea que se compone de seguir ratoneando por estos rebeldes caminos.
Adivinando
mis pensamientos, Asterión se aleja de los caminos cerrados y, sin intervenciones
ni estorbos mas sí con el necesario ingenio, me invita a fisgonear por los
callejos asolados. Después de mis sin
salidas, cuando mi ilusión de libertad es ahogada por un una tapiada al
final del pasillo, yo me detengo y lo pienso sonriente, como quien se frota sus
manos planificando la desgracia de su adversario o de su contrincante. Si un
mago o un brujo... o un semidiós, fuese capaz de vislumbrar toda esta tierra de
un solo miramiento, y notara el cínico juego en que los dos incurrimos,
juzgaría a nuestra vida de ridícula e improductiva y fatua, al ver cómo se
desperdician los días y las noches en la persecución y en la paranoia.
Yo
desearía que nuestra cotidianeidad no tuviese hábitos tan sólidos, así un buen
día todo acabaría de una feliz vez; entonces Asterión y yo sucumbiríamos encima
de las ensombrecidas o iluminadas baldosas. Las murallas de nuestra casa, los
tapiales y medianeras, se derrumbarían para la soledad póstuma. Los arroyos
divisorios serían un hidromuseo de los cascotes y los escombros. Pues no me
parece que nadie después de nosotros dos se interesare nunca jamás por la
dignidad de esta desperdiciada arquitectura europea.
Hoy Asterión se apropia de todos los corredores. Yo ya lo había
intuido, y nunca sentí tanta desdicha como ahora por haber supuesto con
verosimilitud. Asterión es muchos. Entonces yo me convierto súbita e
inexorablemente en la Bestia que me esclaviza a padecer el encierro. Pareciera
que estoy viviendo en una rutina teatral, donde una sola Bestia va luchando
contra millones de voluntades que intentan, finalmente, desmembrarle. Los miles
de Asteriones, la Bestia Única. Asterión... Yo. Todo lo recapitulado sería, más
que para sumar las armas mentales de mi Verdugo, para advertir de una amenaza
que amedrentará a las civilizaciones pensantes aún por nacer.
Una última descripción de su metabolismo inteligente ilustrará
(para quien confíe en mi palabra) las inequidades con que la Justicia prepara
el juego de la vida:
Como si cometiera un pecado, como si yo me hubiera resignado a
los artículos incognoscibles de (siempre hablando del Criminal) su justicia
básica y de ello dependiera la salvación o la punición de mi alma, Asterión
corrige en mi mente mis pensamientos y mis palabras con severidad calumniadora.
Recordándome siempre que le debo la vida, Asterión se aferra a sus pequeños y
grandes aciertos para anular mis expectativas y especulaciones, haciéndome
sentir responsable de nuestra despiadada convivencia. Ignoro lo que habrá hecho
o en qué magia residirá su poder, pero aún cuando se aleja siento que a corta
distancia vigila mis circulaciones, físicas o cerebrales. Ahora sé que no
importará cuánto tiempo distancie nuestra separación, yo viviré para siempre
soportando, ya no la brutalidad de sus embestidas, sino el pánico de que en
algún momento tornara. Mientras vivamos juntos tengo decidido fingir las
aprobaciones de sus actos, pues ya que la Justicia me sentenció desde antes de
haber nacido a una cotidianeidad tan extraordinaria, opto por calmar la furia
de Asterión con mis silencios y mis poesías. Para no endiablar aún más lo
extraño de nuestra relación, de momento sólo me quedaré en un rincón y
observaré sus pateadas. Quién lo sabe, quizá me guíen hasta la libertad. Porque
aunque él demuestra felicidad en la labor de custodiar este laberinto, sé que
ninguna vida, por más calabozos que haya arañado a través de los siglos,
renunciaría a su anhelo de normalidad. Suponiendo que estoy aquí con el fin de
acrisolar mis intenciones y rectificar mis pensamientos, las incontables derrotas
que ha sufrido mi orgullo reformaron mis egocentrismos para servir al prójimo,
enseñando con mi ejemplo las consecuencias que atrae la repetida desobediencia
de Su Doctrina.
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