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eincido otra vez
en mi siamés aposento. Como en tantas oportunidades me enfrento con un
triunvirato de pasadizos. El caminante
que inicia un pasillo desierto no se imagina que la Bestia fuera capaz de
esconderse en las sombras inverosímiles de los caminos tramposos. De haber nacido más paciente registraría de a
un recorrido a la vez, y al reinar de nuevo el ocaso se me revelaría en cuál de
ellos me esperaba la libertad. Así son las suertes de los que intentan. Quizás
en el inicio de mi debate interior, se me hubiera ocurrido elegir un corredor
en el cual se aceptaran mis pisadas, sin que mi yo más profundo se armara en mi
contra con resistencias ni morales ni teológicas; entonces mis ansias de luz
inmortalizarían mis huellas en estirados y aún desconocidos territorios que
armaron la arquitectura de este Gran Laberinto. O tal vez, como casi siempre,
acabe mi jornada en la reflexión inspirada por el fracaso y la desilusión.
Mientras el
atardecer me demandaba movimientos para evitar a la oscuridad, yo ya había
elegido entre las tres a mi primera galería, pero retrocedí antes de llegar al
final, cuando el vaho de la putrefacción me advertía que tres esqueletos
adornaban la veda del camino estéril. Uno, aún colgaba en la tapia que había
asesinado a las tres esperanzas de libertad. La cornada que le dio muerte fue
tal que el tiempo y los elementos pudieron desintegrar la carne, mas no
desencajaron a aquel hombre con el que la embestida de Asterión decoró el muro.
Una costilla o una cadera debieron de engancharse en la profunda grieta que el
cuerno punzó sobre el paredón. Los huesos de aquel coloso orquestaban graciosas
melodías si había viento. Las osamentas restantes aún conservaban la postura de
quien se arrastra en medio de una sequía y cae fulminado por su propia sed,
cuando está a punto de llenarse con el oasis. Las 3 calaveras, todavía
conservaban la expresión del socorro: ya que los gestos eran imposibles,
aquello se advertía por las desesperadas falanges en garra o la posición de los
brazos extendidos al cielo. Y de nuevo mi
cansadora mente no pudo evitar conjeturas imposibles para explicar esta
parcialidad:
Por uno de sus sorpresivos caprichos, el
Espléndido ha dotado a la Bestia con las
cualidades más sorprendentes. En cambio a nosotros, que hemos nacido auténticos
hereditarios de todos Sus bienes y generosidades, únicamente nos dispuso sobre
la Tierra con virtudes que ni aseguran ni aniquilan la subsistencia. Por
ejemplo -respecto al Sacrificador- solamente al atravesar una voluntad sencilla
es capaz de nublar (con una avasallante neblina) todos los cruces verdaderos y
los ilegítimos. En cambio a mí, el Señor no me dotó con poderes divinos (al
menos nunca podrían ser admirados), y por miedo a ser repetida víctima de sus
fauces, o a perderme todavía más, o quizá por terror a adelantar mi punto y otra con un camino quimérico, me
concedo un descanso permaneciendo inamovible en el lugar que el entre tanto
me designase. Suponiendo aún más (y que esta deducción se dilate hasta donde
los dioses lo hayan analizado), tal vez cualidades tan mágicas como la de mi
Bestia hayan hecho a mi Rey figurarse las mías. Y temió la rivalidad. O quizás
en un momento la alucinación complicó también a mi Líder, y dejando a un lado
que los marciales somos fieles a las raíces que Él mismo había sembrado en
nuestros laberintos internos, imaginó en mí el peligro que implican las artes y
los conocimientos más fantásticos, que en poder de un ser humano pudieran
incentivar los motines teologales. O preferir una representación a un
directorio. Por todo ello entendí que no le puedo a esta Bestia.
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