jueves, 5 de febrero de 2015

CapítuloXIX: La Preferencia




R
eincido otra vez en mi siamés aposento. Como en tantas oportunidades me enfrento con un triunvirato de pasadizos. El caminante que inicia un pasillo desierto no se imagina que la Bestia fuera capaz de esconderse en las sombras inverosímiles de los caminos tramposos. De haber nacido más paciente registraría de a un recorrido a la vez, y al reinar de nuevo el ocaso se me revelaría en cuál de ellos me esperaba la libertad. Así son las suertes de los que intentan. Quizás en el inicio de mi debate interior, se me hubiera ocurrido elegir un corredor en el cual se aceptaran mis pisadas, sin que mi yo más profundo se armara en mi contra con resistencias ni morales ni teológicas; entonces mis ansias de luz inmortalizarían mis huellas en estirados y aún desconocidos territorios que armaron la arquitectura de este Gran Laberinto. O tal vez, como casi siempre, acabe mi jornada en la reflexión inspirada por el fracaso y la desilusión.

Mientras el atardecer me demandaba movimientos para evitar a la oscuridad, yo ya había elegido entre las tres a mi primera galería, pero retrocedí antes de llegar al final, cuando el vaho de la putrefacción me advertía que tres esqueletos adornaban la veda del camino estéril. Uno, aún colgaba en la tapia que había asesinado a las tres esperanzas de libertad. La cornada que le dio muerte fue tal que el tiempo y los elementos pudieron desintegrar la carne, mas no desencajaron a aquel hombre con el que la embestida de Asterión decoró el muro. Una costilla o una cadera debieron de engancharse en la profunda grieta que el cuerno punzó sobre el paredón. Los huesos de aquel coloso orquestaban graciosas melodías si había viento. Las osamentas restantes aún conservaban la postura de quien se arrastra en medio de una sequía y cae fulminado por su propia sed, cuando está a punto de llenarse con el oasis. Las 3 calaveras, todavía conservaban la expresión del socorro: ya que los gestos eran imposibles, aquello se advertía por las desesperadas falanges en garra o la posición de los brazos extendidos al cielo. Y de nuevo mi cansadora mente no pudo evitar conjeturas imposibles para explicar esta parcialidad:

Por uno de sus sorpresivos caprichos, el Espléndido  ha dotado a la Bestia con las cualidades más sorprendentes. En cambio a nosotros, que hemos nacido auténticos hereditarios de todos Sus bienes y generosidades, únicamente nos dispuso sobre la Tierra con virtudes que ni aseguran ni aniquilan la subsistencia. Por ejemplo -respecto al Sacrificador- solamente al atravesar una voluntad sencilla es capaz de nublar (con una avasallante neblina) todos los cruces verdaderos y los ilegítimos. En cambio a mí, el Señor no me dotó con poderes divinos (al menos nunca podrían ser admirados), y por miedo a ser repetida víctima de sus fauces, o a perderme todavía más, o quizá por terror a adelantar mi punto y otra con un camino quimérico, me concedo un descanso permaneciendo inamovible en el lugar que el entre tanto me designase. Suponiendo aún más (y que esta deducción se dilate hasta donde los dioses lo hayan analizado), tal vez cualidades tan mágicas como la de mi Bestia hayan hecho a mi Rey figurarse las mías. Y temió la rivalidad. O quizás en un momento la alucinación complicó también a mi Líder, y dejando a un lado que los marciales somos fieles a las raíces que Él mismo había sembrado en nuestros laberintos internos, imaginó en mí el peligro que implican las artes y los conocimientos más fantásticos, que en poder de un ser humano pudieran incentivar los motines teologales. O preferir una representación a un directorio. Por todo ello entendí que no le puedo a esta Bestia.




 

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