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esconozco la ciudad donde el
theoffiliarium haya nacido. También ignoro las razones que tuvo Dios para
ponerlo bajo mi custodia. No siempre hemos sido enemigos. Y algunos días me da
trabajo hallar su escondite. Pero cuando aparece jugamos a que le enseño buenos
modales. Algunas veces intercambiamos los roles: él es quien embiste; y yo el
que me desconozco. Los días que menos cuentan, intento transgredir los cuartos
de casa. Pero su cuerpo se opone en mis excursiones. Cuando la puerta de su
pieza parece medio entornada, asomo el ojo para cuidarlo. Pero pocas veces está
durmiendo. Jamás me llamó la atención, puesto que aquí faltan camas con patas
para que los fantasmas quepan debajo. Quizás me aguarde en vela para jugar. Como
sea, me esconderé al menos por siete días seguidos y sólo seré un puntito entre
las paredes. Las melodías de las gaviotas parecerán sus agrietados piececitos
haciendo rodar las piedras. A veces, para no estar tan solo, le cuento en voz
alta alguna de mis molestias. Y si no tiene sueño, mi visitante me persigue con
un sentido que nada más él entiende, puesto que todos saben que al fin yo le
perforaré. Y así me paso horas y horas, saboteando el estado de paz que la casa
tendría si no viviésemos juntos.
En el laberinto puedo vivir la vida como
deseo. Compenso la escasez de realidades creando mitologías en las paredes. Y
si me esfuerzo un poco, puedo creerme que soy mi padre… y hasta querer como él.
Sé que muchos de afuera creen que los toros no pueden amar a nadie. Pero yo soy
una excepción.
Después de tanta cronología, estos
salones me resultan muy aburridos. Pero tengo por ellos cierto cariño que me
resulta oportuno. No cuento esta historia para que entiendan, sino para que
miren la buena razón de ser que tuvo el crimen de mis ancestros. Tampoco dejé
mis huellas en las arenas para complacer los gustos de nadie que vivió fuera.
Todas las preguntas que puedo hacerme son indignas del intelecto. Puesto que
nadie entra aquí salvo yo. También las palabras amables me hirieron. Que
esperen fuera tanto los nobles como los déspotas. Y que me aguarden en vela los
solucionadores. Pero asómense a verme los eruditos filósofos, que con ellos sí
simpatizo. También con los soñadores. Ambos pueden espiar para adentro de este
museo. El pensamiento humano y la carne han de tener un vínculo que solamente
los dioses pueden entender. Pues deduje sus oficios antes de estrangularlos. Y
después de haber muerto muchos, una bendita mañana me di cuenta de que los huesos
crujían con un murmullo distinto según qué fueran: herreros o monjes que aquí
vinieron pensando que un exorcismo me haría bien. Hay médicos que me visitan
con bastante regularidad. Desean curar mi patológica autodestrucción. Les hago
caso para que se vayan de aquí contentos y vuelvan alguna vez. Pero en secreto
prosigue el rito de mi devastación interna. ¡Fuera de aquí quienes menoscabaron
a mi bondad! Denme un minuto para que encuentre la paz analizando mis
sufrimientos. Sé que creen ser mis amigos y sé que a veces también les quiero.
Pero más fuerte que todo eso es la necesidad de meditación. Pues en ellas he
crecido hasta alcanzar el volumen de los océanos. Ya no deseo atraer mariposas
con este perfume de juventud cayente. La perpetua metamorfosis que sufre el
cielo me atonta. Las estrellas cantan nanas visuales que me incitan a un sopor
cándido. Me acuesto pensando en ellas y despierto sobresaltado por el rabioso
abrazo amarillo, que me honra con el bronceado. Quisiera hablarles de mí,
brutamente aunque más no sea. Pero no revelaré aquí los secretos de mi leyenda.
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