lunes, 9 de febrero de 2015

Capítulo XI: De él





D
esconozco la ciudad donde el theoffiliarium haya nacido. También ignoro las razones que tuvo Dios para ponerlo bajo mi custodia. No siempre hemos sido enemigos. Y algunos días me da trabajo hallar su escondite. Pero cuando aparece jugamos a que le enseño buenos modales. Algunas veces intercambiamos los roles: él es quien embiste; y yo el que me desconozco. Los días que menos cuentan, intento transgredir los cuartos de casa. Pero su cuerpo se opone en mis excursiones. Cuando la puerta de su pieza parece medio entornada, asomo el ojo para cuidarlo. Pero pocas veces está durmiendo. Jamás me llamó la atención, puesto que aquí faltan camas con patas para que los fantasmas quepan debajo. Quizás me aguarde en vela para jugar. Como sea, me esconderé al menos por siete días seguidos y sólo seré un puntito entre las paredes. Las melodías de las gaviotas parecerán sus agrietados piececitos haciendo rodar las piedras. A veces, para no estar tan solo, le cuento en voz alta alguna de mis molestias. Y si no tiene sueño, mi visitante me persigue con un sentido que nada más él entiende, puesto que todos saben que al fin yo le perforaré. Y así me paso horas y horas, saboteando el estado de paz que la casa tendría si no viviésemos juntos.

En el laberinto puedo vivir la vida como deseo. Compenso la escasez de realidades creando mitologías en las paredes. Y si me esfuerzo un poco, puedo creerme que soy mi padre… y hasta querer como él. Sé que muchos de afuera creen que los toros no pueden amar a nadie. Pero yo soy una excepción.

Después de tanta cronología, estos salones me resultan muy aburridos. Pero tengo por ellos cierto cariño que me resulta oportuno. No cuento esta historia para que entiendan, sino para que miren la buena razón de ser que tuvo el crimen de mis ancestros. Tampoco dejé mis huellas en las arenas para complacer los gustos de nadie que vivió fuera. Todas las preguntas que puedo hacerme son indignas del intelecto. Puesto que nadie entra aquí salvo yo. También las palabras amables me hirieron. Que esperen fuera tanto los nobles como los déspotas. Y que me aguarden en vela los solucionadores. Pero asómense a verme los eruditos filósofos, que con ellos sí simpatizo. También con los soñadores. Ambos pueden espiar para adentro de este museo. El pensamiento humano y la carne han de tener un vínculo que solamente los dioses pueden entender. Pues deduje sus oficios antes de estrangularlos. Y después de haber muerto muchos, una bendita mañana me di cuenta de que los huesos crujían con un murmullo distinto según qué fueran: herreros o monjes que aquí vinieron pensando que un exorcismo me haría bien. Hay médicos que me visitan con bastante regularidad. Desean curar mi patológica autodestrucción. Les hago caso para que se vayan de aquí contentos y vuelvan alguna vez. Pero en secreto prosigue el rito de mi devastación interna. ¡Fuera de aquí quienes menoscabaron a mi bondad! Denme un minuto para que encuentre la paz analizando mis sufrimientos. Sé que creen ser mis amigos y sé que a veces también les quiero. Pero más fuerte que todo eso es la necesidad de meditación. Pues en ellas he crecido hasta alcanzar el volumen de los océanos. Ya no deseo atraer mariposas con este perfume de juventud cayente. La perpetua metamorfosis que sufre el cielo me atonta. Las estrellas cantan nanas visuales que me incitan a un sopor cándido. Me acuesto pensando en ellas y despierto sobresaltado por el rabioso abrazo amarillo, que me honra con el bronceado. Quisiera hablarles de mí, brutamente aunque más no sea. Pero no revelaré aquí los secretos de mi leyenda. 







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