viernes, 20 de febrero de 2015

Capítulo IV: El Rey




En esta aldea las montañas del horizonte cambian de ubicación.

Las paredes de mi claustro, de nuevo se acercan hasta la piel de mi cara. Cada camino que intento, me recuerda a los enfrentamientos con la otra bestia cornuda. El monstruo ha sido rebautizado nuevamente:
Uno que está ahí –quizás el Asterión más anciano- no ha parado de gesticular dolores. Quizás el acostumbrarme a escucharlos me haya convencido de que es preciso prestarle atención a todo lo que les pasa, como si la absoluta atención fuera una alerta ingeniosa. Pero tras sus reiterativas quejumbres descubro que nada más son histerias. Había sufrido las infecciones de la suciedad. Lo más curioso es que estas deformaciones desarrollaron la facultad de otro idioma en el griterío de ese Viejito. Una que otra vez me molestó con su extraño acento. Distinguí por fonética la misma palabra en distintos versos. Después sabría que ese Rumiante, se había trabajado un putrefacto vocabulario para incrementar la locura en quienes lo oyeran.
Aunque su agonía me de placer, sería nocivo aclimatarme para observarlo. De buenas a primeras podría resucitar, y aunque su noble razón de toro no quiera me clavaría los navajazos. Pues sé que le gustaría ayudarme para que me vaya de aquí.
Un enemigo se va convirtiendo en el odiado. Pero este rey es la única compañía fiable.  Los Astéridas fueron privilegiados con un mágico don que les permite adentrarse en las voluntades. Hoy desperté y el Rey estaba persiguiendo a una hembra para degollarla. Se enfureció al oírla suplicándole por piedad. Antes de darle muerte la profanó con el inmenso entero, mientras la hembra le advertía su descontento aullando histéricamente. Esa mujer no siempre perteneció a la prole. Ella también habría sido una cortesana. Como el sable del tahalí desenfundó su alarido, que enervó más aún la ira del Mandamás cornudo.
Algunos Asteriones han desarrollaron la capacidad de comunicarse sones mediante. Se dan a entender con articulaciones sonoras que producen ecos en esta profunda aldea.

Ahora es de noche. Poco a poco los Asteriones van desapareciendo. Y aunque sus beleidades ya están listas para desparramarse sobre mi piel, no hay ningún Asterión a la vista. Mi lástima es que no estén, pues al cabo de los siglos hay muchos a quienes me he acostumbrado a odiar. Y a falta de juegos suelo recrearme en los sentimientos absurdos. Sólo el llamado Rey queda como escondido en el mismo lugar que no abandonó jamás.
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