viernes, 20 de febrero de 2015

Capítulo II: El Avistamiento























Alguien vive conmigo hace veintiocho años y no sé su nombre. Hombres y mujeres que amparan la existencia de un Universo Único, pondrán en tela de juicio la veracidad de mi historia. Si no fuera porque el recuerdo atestigua a mi favor, señalándome las paredes decoradas con sangre (a veces mía, a veces de la Bestia), yo también pensaría que mi relato no describe el pasado, sino imaginaciones elaboradas por la locura misma. La Mano Divina me ha tocado para que logre sobrevivir a la tragedia, así les advertiría a los otros soldados cuáles son los riesgos de ciertas decisiones que nos hacen intimar con las conductas ermitañas y a cambio nos conceden una poca de sabiduría.
Lo cierto es que deseando conocer aquello que la imaginación no concibe, ávido y ansioso por acabar la obra que (quizás por parecer un arte muy olvidado, quizás por mera cobardía) ningún humano deseaba cumplir, acabé yo una tarde o una noche perdido entre pasadizos bordeados por medianeras y concavidades extensas y ensortijadas, que asilaban en su vacío aguas negras y divisorias. Todas las partes de esta mágica mansión se multiplican por infinito, ya sea un espacio o un tapial, un rincón o una enredadera. Sorprendentes recorridos en espiral sugirieron a mis pasos seguir hacia el fin del camino, pero me supe engañado cuando hallé la miseria y el colapso.
Entre los perpetuos ángulos que alinearon la arquitectura de esta patitiesa vivienda, se esconde una bestia que es hombre y toro en dos mitades desiguales. Cuando lo vi correr hacia mí por primera vez, sufrí de miedo pero más todavía por repulsión. Dos ojos incendiados y dos pupilas de forma continental me alienaron con su radiante insanía y la sed del homicidio.
Creo que pastaba los restos de otro hombre anterior, mientras la gravedad mecía su cabeza como afirmando. Cuando le vi descansando dudé de mi fe al imaginar que nuestro Soberano -vigilante de todas las muertes y todos los nacimientos-, haya centrado, entre los cuerdos y los insanos, una morada tan llamativa para mi tremendo Esperpento. Todo mi valor basado en incontables y decisivas victorias germánicas y anglosajonas, en un instante fue reemplazado por el tremendo respeto que me inspiró tal temeraria visión. Recuerdo ahora que mi primer impacto fue intentar convencerme de estar frente a un espejismo. Creí estar admirando una figura que resultó por mi hambre carnívora y mis semanas errantes. Como el toro que va a embestir, Asterión no dejó de correr en recto, pero adivinando que yo huiría apuntó algunos metros a mi derecha. Ya a salvo de mi muerte, me preguntaría cómo fuera posible que la violenta desproporción que había entre sus distintas anatomías y su mollera, le permitiera ir hacia sus víctimas con una estabilidad tan prudente.

Si los fallecidos en manos de la Bestia conservaran la capacidad del idioma, tal vez le destacarían con mayor admiración los rasgos  mentales antes que los físicos. Mas nadie podrá afirmar con fiel prueba los rituales que aquí describo, y que fueron formando día por día una relación basada, más que en deseos y en citas, en los encuentros accidentales que nos ofrecía el azar y el tiempo inconmensurable, al comienzo o al final de  alguna galería, que al primer vistazo ya me amenazaba con la libertad: o en la sombra angular que recorría lamentablemente los muros de algún rodeo ya casi familiar. No es raro que toda la atención (mía o suya, eso no cambiaría el desenlace de mi historia) de nuestra convivencia fuera degradada a la vigilancia de los movimientos y los sigilos que pudieran entorpecer la desolación de nuestro castillo y que, para acotar algo más a la imagen de su arquitectura, estaba desprovisto de cualquier torre.


















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