demás
de controlar el espacio, la Bestia maneja la percepción de quienes usurpan la
quietud de esta milenaria arquitectura, a la que los inteligentes y los
eruditos han bautizado con un nombre que pretende imitar las dimensiones de lo
divino: "Laberintos".
Tras
consumir largos años enriqueciendo la mente con las ciencias y las sabidurías
de los semidioses y de los ángeles, uno acaba por preguntarse si la vida es
azarosa o se extiende en complejos brazos de tiempo, preteritamente meditados
desde la Eternidad. El director de estas tierras nunca deja conocer a sus
tributarios los secretos de tal proceder o de tales magias. Pero en lo
particular, creo que hasta en la coincidencia existe cierto orden, con el que
nos vamos topando gracias a leyes todavía desconocidas (o quizás negadas) para
el entendimiento mortal. De ser real un orden para cada hecho de la vida, tal
consigna debió haber sido premeditada por el dueño de esta comarca. Conozco un
poco sobre algunas teorías para que al fin se aclaren las lógicas de viejas
magias, de viejos misticismos, relacionados con el poder espiritual de cada
hombre: relacionados con el deseo de asemejarse a nuestro Redentor.
Todo
entendimiento capaz de reconocer el nombre de Dios, deberá proferir primero las
noventa y nueve partes conocidas del Malo. Hasta estos días corre un mito (de
al menos ya veinte siglos) que promete en increíble prosa una esperanza para
los hombres que codician la beatitud:
Quien tolere el martirio que involucra
articular por noventa y nueve veces a la desgracia, habrá desarrollado sus
facultades hasta el indiferenciable punto en que se confundan con las de
nuestro Único Soberano.
Al
mismo tiempo que la razón va evocando una por una las cualidades del mal, el alma se descorrompe. No todos los hombres nacieron
preparados para servir al Magnánimo. Únicamente aquellos tan hábiles y de
fuerte virtud, serán dignos de ser llamados devotos.
Mi naturaleza es curiosa, mi origen incierto. Nunca he necesitado rendir
cuentas por mis actos a ninguno; tampoco he nacido con la urgencia de honrar
las carencias de mis antepasados. Desde que aprendí a mantenerme, mi
independencia se solventó con trabajos que me fastidiaron muy pronto. Tanto el
forjar espadas a la luz de la humillante fragua como fustigando a las
cuadrúpedas bestias de los carruajes reales, los he tomado como si fueran
ofensas que insultaban a mi intelecto. A la hora del arancel, pocas veces no me
sentí explotado. Desde los castigadores cultivos hasta las refinadas
fundiciones en la orfebrería: no hubo ninguna ocupación que desarrollase
completamente mi entrega. Por supuesto, al principio cumplí con todos mis
cometidos incentivado por una incipiente emoción. Durante la primera semana yo
fui el más veloz eslabonando colgantinas de plata y oro. Tampoco en los fríos
campos de la política anduve mucho. Y aunque en esa hipócrita profesión duré
más años que en las demás, al poco ya me había cansado de los debates. Puesto
que los cerebrales caminos que acaban en la razón se agotan muy pronto.
Tal
vez por toda esa frustración fue que quise agitar la cotidianeidad de mi vida
buscando lo inexplorado. El mundo tiene muchos Reyes, mas yo me decidí servirle
al Único Monarca, ése que sostiene sobre sus desmedidos lomos las abstractas
vigas de toda esta impresionante bóveda celeste, para ganarme así Su
preferencia y también gozar de Su protección. Pues mi aldea se ha convertido en
un poblado inseguro desde hace ya mucho tiempo. ¿Citaré también que un día mi
fama conmovió hasta la misericordia al Único Rey? Aquella vez, por el ruego de
la grey, nuestro Soberano perdonó del merecido escarmiento a mi alma. Pero
puedo asegurar que aquello solamente me lo toleró por saber muy bien que todos
nosotros vivimos condenados a un infierno en común, pero nuestros sentidos
terrestres lo disimulan como esperanzador. También por sentir que le debía un
servicio me vi un poco obligado a pagarle aquella gentileza. Pensé que mi Rey,
tan querido por los miles de pobladores que se bambolean hacia aquí y hacia
allá en este mundo de razas heterogéneas, era merecedor de que al menos alguno
de sus feligreses sacrificara su insignificancia, con el rebuscado fin de
convertirse en un portador de las revelaciones que santifican a los espíritus,
o en pos de dar con algún sumo conocimiento que engendrase cierta doctrina
conciliadora, para que al fin se unifiquen todas las comarcas, todas las
dinastías, que navegaron alguna vez por las heroicas rutas atemporales y que
compusieron el total de las edades históricas de nuestros ciclos terrícolas.
Así
fue que quise arriesgarme a culminar la empresa más peligrosa que nuestra
Majestad nos había sugerido (o quizás, endosado) examinar a los comarquinos de
estos endiablados territorios, y que se ha quedado pendiente entre las labores
humanas, más o menos durante dos mil años. Sin oponerme ni saltearlos, me fui
enfrentando a todos y cada uno de los dolores reconocidos por el Planeta.
Sufrimientos que se dilataron entre los dos equinoccios, derrocaron súbitamente
a mis bienestares y me persiguieron a todas las ciudades por nueve misteriosos
años, sembrando en mi corazón el resentimiento y la infelicidad. Luego, donde
estuviera, la soledad sería un buen partidario mío.
Pero
aún entonces no enloquecí. Pude nombrar la esquizofrenia, la lujuria y la
envidia; dolores y patologías intentaron sin éxito desaparecerme. Decenas de
venenosas plagas y putrefacciones contaminaron a mi alma sin que yo estuviera
preparado para la sanación. Todos han sido excelentes adversarios; su fantasmal
corazón, digno de mis mejores espadas. Pero ninguno ha sobrevivido a mi
tenacidad o soberbia. Me familiaricé con toda la enfermedad para asumirla y,
luego de proferir sus variantes nombres, eliminarla.
Pero aún no he logrado matar al último enemigo que precede a la
conquista de mi misión. Me ha traído hasta aquí el asombroso mito, templado en
la antigua leyenda que cinco sabios nos revelaron:
Quien presencie
su muerte podrá leer en las estrellas el Nonagésimo Noveno Nombre, Sustantivo
indispensable para merecer el primer nombre del Bien, que encierra el mismo
poder del Monarca Primero.