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a imagen del
laberinto consiste en vastos y larguísimos corredores. Todas las galerías se
tuercen al menos una vez por un ángulo. Esto genera la naturaleza de nuestra
cárcel: el laberinto es simple y tirano, su superficie se distribuye en
complejos brazos de suelo divididos por tapiales y medianeras. Todos los
caminos son de alguna forma paralelos y perpendiculares. Esta extrañeza responde
a todas las ironías y a todos misterios de infinitud que nos acompañan, a
quienes nos animamos a inspeccionar un poco más que la grey los diferentes
aspectos de este fantástico encierro.
Cada tantos
pasos, unos caminos se desintegran. Otros pasillos en cambio se limitarán a
doblarse una y otra vez cada pocos avances, por todo el largo que tenga el
viaje, formando en cada esquina un ángulo rectísimo. Hay algunos claustros que
parecieran nunca acabarse: puesto que luego de haber perdido al viajante en diferentes
arquitecturas tramposas, de alguna manera su recorrido desemboca en el cuerpo
del mismo camino. Esto es lo que da la idea de infinitud. Hoy sé muy bien que
no es necesario ningún Asterión para matar o enloquecer o perturbar
temporalmente a quién aquí entrase. La gigantesca brillantez de quien haya
creado estas mazmorras, ha ingeniado una dimensión que pareciera tener
voluntades propias.
Durante el espeso
sol del mediodía, el genio del Arquitecto se ha presentado ante mi alma como
otra Bestia que juega a ser desafiante; pero que mis impresiones juzgaron de
criminal. Y yo le admiré igual que suelo admirar a mi Diablo: secretamente y
tal vez obligado. Ya que si Asterión gozara de la trágica virtud del habla, mi
único confesor aquí presente sería este Oportunista.
Pero dos tipos de
caminos hacen del laberinto un lugar peligroso y, por ese motivo, entretenido.
En unos y otros en medidas iguales, el riesgo de la muerte se le adelantará a
quien pisare estos suelos irónicos. En los unos, que no se diferencian en nada
del resto del laberinto, acude cada cierto tiempo Asterión en busca de los
hombres que vienen y van con la fantasía depositada en el degüello de nuestro
Celador. A ellos igual que a mí, Asterión los embiste sin ninguna misericordia
ni consuelo. En su mayoría, mueren resignados a la primera cornamenta. Con los
ojos en el cielo y sin haberse desclavado de la estacada (que todavía los
soporta embestidos y atravesados), como cuadros que rellenan las paredes de los
aposentos, las vidas que primero quedaron a la responsabilidad de Asterión,
luego lo serán de la descomposición, pues cuelgan a medio metro del suelo,
sujetados entre el muro y la cabeza de toro, resistiendo sus vísceras el último
suspiro de vida y, con los ojos puestos en el cielo, dan la impresión de
Cristos muriendo, intrigando a su Padre: ¿Elí,
Elí... Lama sabacthaní?
Ése será
seguramente mi segundo fallecimiento. El primero: la misma permanencia en los
adentros de esta monumental jaula.
En otros
caminares, Asterión se reemplaza con un peligro más ingenuo. Quizás el
verdadero peligro sea que nuestro miedo nos abandone; pues se subestima el
poder de los enemigos al realzar el nuestro. El hecho es que algunas galerías
tienen figuras inestables. El que entrare en cualquiera, quedará a merced de la
casualidad, dejando por sabido todas las extensiones de que la coincidencia
pudiera ser responsable. La incomprensión de sus formas tienta al corazón del
desconocido a querer indagar sus periferias asimétricas.
Además del
engañoso camino que puede llevar al inteligente hasta la inconcordancia, dentro
del pasadizo hay lagunas que solamente se miran a la luz de la luna llena. Como
se da a entender, son invisibles durante todos los días y solamente se ven cada
un período lunar. Sin quererme demostrar demasiado inmune a las leyes de este
calabozo (pues mi larga condena me ha ido enseñando a sacar modestias de mis
jactancias), algunas veces he caído en ellas. Primero me precipité hacia lo
hondo, pensando que había llegado al verdadero Cielo. Pero cuando la tibieza
del agua corrompida me despertó de la ilusión redentista, de inmediato regresé
a los superficiales oxígenos. La orilla se había difuminado. En rumbo opuesto
de brújula, debí nadar medio sol hasta que encontré la antípoda costa. Asterión
me aguardaba allí con sediciosas pupilas.
Mis fuerzas ya no
son las mismas que al entrar en esta prisión, y aunque braceé varias horas
recuerdo aquella contienda sorpresiva como una de mis pocas victorias. En medio
de los jadeos míos y de la Bestia se alborotaba en las atmósferas la sangre. Yo
temía, no a la encornadura, sino a caer de nuevo en esas aguas pérfidas. Y sin
embargo tuve resto para ganarle a Asterión.
El Arquitecto ha ideado este laberinto para que todo
quien entre aquí se perdiera, pero también ha pensado con justicia hasta el
último de sus lugares. Por eso noto aquí dos puntos que me navegan hacia una
misericordia que se afirmaba en la comprensión: la fabulosa mente del Creador;
y, por segundo, aunque el laberinto es para Él un juego de muertes y vidas a
manos de la Bestia -y, por supuesto, del hambre y del frío y también del rayo
solar-, como quizás el único observador de estas tierras mesuradas y precisas,
yo destaco que este ludo ha sido siempre claro, pues su Inventor nos ha dejado
sencillas reglas desde que nuestro entendimiento puede comprender complejidades
más altas que un cuadrado o el exterior de las pirámides: Una, aquí dentro el
Asesino mora; dos en cualquier momento es posible la muerte.
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